"A vida é o que fazemos dela. As viagens são os viajantes. O que vemos, não é o que vemos, senão o que somos."
Fernando Pessoa

martes, 30 de diciembre de 2008

A veces no

Pero, ¿a ti qué te pasa?, ¿necesitas siempre confirmación?


La frase me da vueltas en la cabeza, ¿no? Bueno, creo que la frase me da vueltas en la cabeza.

Opino que, en las noches de fin de año, cada persona debería hacer, simplemente, lo que la hiciera sentirse feliz... ¿o no?

Creo que todas las noches de Reyes deberían pasarse en casa, si uno no quiere que los Reyes se equivoquen de domicilio, ¿no te parece?

A mí me parece que la situación en la que, forzosamente, tenga que echarse de menos a alguien es descorazonadora. No es ideal un permanente estado de extrañamiento, ¿o sí?

Las pelis en internet son contrarias a la esencia del Cine. Es mejor pagar entrada para verlas en pantalla grande, aunque... si no tienes demasiado dinero, está bien verlas en la tele, ¿no?, pero si no tienes tele, habrá que ir al videoclub, ¿no?, pero si el videoclub está a cientos de escalones de distancia, ¿no será mejor descargarlas de internet? ¿Sí? Pero con toses no, ¿no?

Odio las cosas que aparecen cuando ya nadie las espera, ¿no crees? El café con sabor a yaestarde debería ser más barato que el café con sabor a quizasiemprefuetarde, ¿no te parece? En realidad vale igual, el Nespresso de la cocina sólo lo hace de mandarina... creo.

¿Y las canciones sorpresa? ¿qué opinas? Son las mismas losetas, ¿no? la misma acera con el mismo bordillo roto, ¿eh?, ¿eh? Es increíble que todo esté igual, ¿no? Ah, sí, creo que entretanto llovió, hizó sol, derrapó un coche, orinó un perro, cayeron granizos, se rompió un cristal, vomitó un vecino, se derramó una bolsa de basura y un niño se clavó algo en la rodilla que dejó sangre cuajada durante tres días. Es increíble que esté igual, ¿que no? Ah, bueno, tú lo miras diferente, ¿es eso? Ya, pero vemos lo mismo, ¿tú qué dices? Ah, que no...

Estoy enfadada, ¿no? Debería estar enfadada, ¿eh?, ¿eh?

Mmmm, esta tableta de chocolate es la mejor que he probado en mucho tiempo, te lo digo, con diferencia... ¿no?

Qué bien se está al sol, ¿no? qué bonitos les Champs Elysees en navidad, ¿no? Qué bueno está este vino, ¿no?, es fácil de poner, ¿no? qué bien que estés aquí, ¿no? qué de tiempo hacía de esto, ¿no? una buena oportunidad, ¿no? sólo es eso, ¿no? no me importa, ¿no? gané esta vez, ¿no? está todo claro, ¿no? Me encanta este libro, ¿no? No va a estar ahí, ¿no? Hará unos tres años, ¿no? Terminó la carrera, ¿no? Tengo una carrera (en la media), ¿no? Quiero hacer un pacto, ¿no? Yo tengo razón, ¿o no? Tú lo piensas, ¿no?, lo piensas, ¿no?, tú piensas, ¿no?

Pero tía, ¿a tí qué te pasa?, ¿necesitas siempre confirmación?

A veces sí; a veces no ¿no?

martes, 16 de diciembre de 2008

una mujer con sombrero



En la entrada hay una postal de Chagall
Y yo tarareo en silencio cada vez que paso por delante de ella
o sea
todos los días.

http://www.youtube.com/watch?v=_nbFvSpETIs

A veces las palomas arañan,
nadie sabe por qué, es un misterio antiguo,
a veces las palomas plateadas atraviesan el esternón,
pero amanece uno nuevo cada día
aunque se siente miedo,
igual pasa con las llamadas telefónicas,
pero siempre se mira desde el prisma inoportuno.
Es cierto
aquí no hay playas
pero yo conozco una playa bonita
lo que no tengo son

palomas.

viernes, 24 de octubre de 2008

Hormigas

A las siete de la mañana, el frío no se llama así. Baja rápido la colina que el aire corta hacia arriba, y es como si te estuvieses sumergiendo en el vapor de ducha de un iglú. Las aceras sinuosas más idiotas te obligan a cruzar al menos cinco veces la calle para poder seguir hacia delante, y a veces hay que esperar hasta cinco veces para poder cruzar, casi es el mismo coche el que te paraliza en los cinco bordillos. Y entonces tienes que sacarte cinco veces las manos de los bolsillos. Como hormigas en fila india marchando hacia el hormiguero, así tiene que verse desde arriba, o desde un satélite, o desde el café de la esquina, donde el señor de la chaqueta oscura lee el periódico con el ojo derecho y mira los obligados cambios de acera con el izquierdo, sentado a la temperatura matinal de la colina. A los ejecutivos, el frío les despierta. La crisis es mucho peor, dónde va a parar.

Las pipas de girasol de estas hormigas urbanas que van bajando la cuesta son carpetas de apuntes, maletines misteriosos, libros pesados húmedos del relente, y hormiguitas más pequeñas con mochilas colgadas y manitas que no quieren ser llamadas pipas por más tiempo. Son aprendices de hormigas. Son hormiguitas.


El hormiguero en el que todas desaparecen tiene cuatro líneas, cada una de un color. En el metro, las hormigas miran al suelo, porque si hay algo peor que ver a otras hormigas a las siete de la mañana es ver a los que aún no se han convertido en hormigas o a los que dejaron de serlo. O a los que nunca lo fueron, porque la pregunta de ¿y qué fueron? provoca temblores nerviosos. Una chica lee a Hemingway en francés (obvio): L’étrange contrée. Una mujer se deja zarandear por los vaivenes del hormiguero sin levantar la vista del 20 Minutes. Las más conmovedores son las hormigas convencidas de que son otro tipo de insectos: llevan cascos enormes bajo los que esconden la parte de su
cabeza que el probable flequillo deja libre y escuchan música incrustándose casi en el suelo, para evitar cualquier estímulo externo en donde puedan ver reflejadas las convencionales hormigas que son.



A veces he buscado si existen carteles donde se lea algo así como “prohibido observar”. Defense d’observer.

En el tranvía, una vieja lleva una bufanda enrollada al cuello que le sube por la cabeza como una serpiente. Su mirada, que no es de hormiga pero que tampoco observa, habla de un frío resignado, de un frío d’ailleurs. No es aquí donde había planeado pasar su vejez, no en el T1 direction Porte des Alpes sintiendo el viento helado del río en sus manos arrugadas.

En la próxima parada, en esa que siempre hay prisa por bajarse, un anciano, que más que anciano es viejo en el mejor sentido de la palabra, sube al tranvía con una sonrisa que le alisa la cara. Su tarjeta del metro no quiere salir del bolsillo de sus pantalones grises, tiembla como un flan al lado de su pierna. Qué difícil es pasarla por el lector cuando la mano sacude la tarjeta como si fuese una maraca, y abre más su sonrisa mientras lo intenta, una sonrisa de disculpa a todas las miradas bajas que viajan con él en el tranvía. Qué suerte tener la mirada alta y una sonrisa en la boca, aunque te tiemblen las manos. Quiero ponerme delante de él, perder el equilibrio como tantas veces me pasa en la curvas del tranvía, y demostrarle que yo también tiemblo. Colocarle una hilera de hormigas en frente y enseñarle que no hay ni una sola que no esté temblando, quizá no en las manos, otros temblores más terribles, que de verdad que no hace falta que esconda usted su mano en el bolsillo porque a todas las miradas vacías con las que se cruza les tiembla la barbilla, o debería temblarles.

El horóscopo del tranvía dice de “Taureau”: une surprise viendra de l’étranger.

Ojalá que la sorpresa sea un gorro de lana que le envía su nieto desde el país ese que tiene los octubres cálidos y los trabajos fáciles, el nieto al que aún no le tiembla la mano, motivo de sonrisa más que suficiente.

domingo, 5 de octubre de 2008

Cristal redondo

« Tu ne vas pas sauter, eh? Non, tu ne vas pas sauter... »

Un hombre mira a través de un cristal. El cristal es redondo y casi de su tamaño. Su tamaño cuando está de pie es proporcional a la habitación en la que se encuentra, aunque la habitación está tan oscura que parece enorme, como una explanada plana y cubierta, es decir, con techo, es decir, que no hace falta paraguas para poder leer en su interior. El hombre mira a través del cristal porque no encuentra el interruptor de la luz. La ventana es redonda, como el cristal. El hombre tiene gafas redondas, y mira el cristal redondo de la ventana a través de las lentes redondas de sus gafas. El hombre tiene barba y está tranquilo, aunque no es tranquilo, y fuma un puro gordo y de negocios. Cada vez que el hombre exhala el humo, un círculo de vaho se forma en el cristal. El hombre tiene ganas de escribir su nombre con el dedo, o de dibujar una espiral, pero su gabardina larga y sus aires de señor calvo y distinguido le impiden dibujar con su cuerpo, y en esto no hay excepciones. Fuera hace frío, el hombre puede ver los techos helados de las iglesias y a la gente que camina rápido, a pesar de que sólo es un sábado temprano en la mañana. El hombre tiene un secreto: no sabe fumar. El hombre aspira con sus labios tocando el extremo del puro, pero el humo que sale sólo se pasea por su boca, colorea sus dientes y vuelve al exterior sin haber pasado por ninguno de sus dos pulmones; por eso, el hombre tiene siempre mal aliento y unos pulmones muy sanos.

El hombre de las gafas entrelaza sus manos en la espalda y juega con sus dedos gordos y blandos y, a pesar de sus pulmones tan sanos, el hombre tiene miedo de caerse por la ventana; no es que el hombre quiera tirarse, pero es que le ventana es demasiado grande para su tamaño, precisamente porque es proporcional.

El hombre sale a tientas de la habitación oscura de la enorme ventana y camina por la calle. El hombre no tiene nada que hacer un sábado temprano en la mañana, aunque tampoco tiene nada que hacer un lunes por la mañana, ni siquiera un miércoles por la mañana.

El hombre camina hacia la estación de tren, pide un café y se sienta en un andén. Durante tres horas y media, el hombre ve pasar a 487 personas. El hombre ve a una chica que se pasea con una sonrisa de izquierda a derecha retorciéndose las manos, y se imagina a quien puede estar esperando durante diecisiete minutos; el hombre ve a una pareja de mediana edad despidiéndose de su hijo, y se da cuenta de que ninguno de los tres fue capaz de decir lo que quería decir; el hombre ve a una mujer bonita con gafas de sol que llora sentada en un banco, y que tampoco tiene prisa, como él; el hombre ve a una mamá que no es capaz de coger a la vez un bebé y una maleta; el hombre ve a una pareja joven con mochilas en la espalda y ojeras felices.

A la salida de la estación, el sol ha salido y el hombre se fuma otro puro.

El hombre pasa por un puente de su ciudad y camina más despacio; el hombre sabe que en los últimos años ha cogido algunos kilos que le pesan en su espalda y en los puentes, y como tiene miedo de forzar las cosas, el hombre prefiere la lentitud en casos como éste. Hay una chica a la mitad del puente que tiene los codos apoyados en la baranda y los ojos cerrados; la chica parece que está respirando el sol, un sol congelado de frío, como hace el hombre cuando huele a alguna comida rica y quiere que el sentido de la vista no entorpezca su sentido del olfato. El hombre la observa durante unos minutos, y la chica no se mueve, ni siquiera le importa la presencia de él, y eso que cada vez está más cerca. El hombre decide hacerse notar:

“Tu ne vas pas sauter, eh, mademoiselle?” “Tu ne vas pas sauter... ”

La chica sonríe y tiene miedo de que el extraño de la barba con gafas quiera saltar desde el puente.

lunes, 1 de septiembre de 2008

Ajosto

Me gustaría decir que el blog ha estado cerrado por vacaciones pero mentiría.
Podría decir que fue por falta de medios técnicos, y diría media verdad (y no quiero mentir dos veces si digo la otra mitad, como diría Machado).
Así que cargaré de responsabilidades los hombros del mes de agosto, el mes más lleno de culpas de todo el calendario.

Si tengo que sacar alguna conclusión dejaré hablar a Pessoa:

“Me gustaría estar en el campo para que me pudiera gustar estar en la ciudad. Me gusta, sin eso, estar en la ciudad, pero con eso mi gusto serían dos”.

Un mes que se evapora con la rapidez del perfume barato, que ha permanecido espeso y persistente como una tormenta de verano, que ha zarandeado lo inamovible, ha soplado sobre lo que nadie había pedido, ha desaparecido entre ramas y vuelto a aparecer como un rayo, descompasado, a destiempo, con ritmo propio, habitual e imprevisible, pero ha sobrevivido al fin un nuevo año… el pobre mes de agosto. No hay derecho a que lo vapuleen de esa manera cuando nos regala regularmente magníficas estampas de la ciudad vacía… y sin embargo la fluidez no se siente hasta que no llega el eficaz septiembre, azul y activo.

Sí, agosto nos paraliza y no siempre tenemos la capacidad para apreciarlo (o se nos ha olvidado cómo paralizarnos).

Aunque también es cierto que se viven millones de agostos diferentes y, para ser del todo justos, me consta que en algunas partes del planeta ha habido más actividad de lo acostumbrada por estas fechas. Y es que, para alegría de las empresas periodísticas, terror de los becarios obligados a buscar temas en las conchas de las playas, y desgracia de los lectores, en este mes es cuando más prensa se lee. Y esto es algo que no se le escapa a uno de los lectores habituales del blog.

La lectura de los periódicos, siempre penosa desde el punto de vista estético, lo es con frecuencia también desde el moral, incluso para quien tenga escasas preocupaciones morales.

Las guerras y las revoluciones –hay siempre una u otra en curso- llegan, en la lectura sobre sus efectos, a causar no horror sino tedio. (…) No hay ideal que valga el sacrificio de un tren de hojalata. (…) Ante el curso inimplorable de las cosas, (…) el tedio de contemplar sin utilidad lo que no se realiza nunca, qué puede hacer el sabio sino pedir el reposo, el no tener que pensar en vivir, pues basta tener que vivir, un poco de lugar al sol y al aire y al menos el sueño de que hay paz del otro lado de los montes”



Apuesto a que el lector al que he hecho referencia tiene algo que decirle al respecto a esta quasi licenciada de pacotilla.



Agosto ha dejado de ser morado por un año, y ha sido a, ha sido, jota, ha sido o, ha sido ese, y ha sido te, ha sido eso y mucho más, muchísimas ciruelas más.

Y a mí me acaba de salir una entrada de mes de agosto.

Por eso le doy una calurosa bienvenida al mes de septiembre. Por el bien de todas las letras del abecedario.

martes, 5 de agosto de 2008

Esa niña rubia


Hoy estuve pensando un poco más de la cuenta en Alicia en el País de las Maravillas. No estoy hablando de Lewis Carroll sino de Disney; me refiero a una de las mejores películas de la historia del cine de todos los tiempos del mundo mundial. En algunas épocas la veía muchas veces en una sola vez. Más adelante, la veía una sola vez en distintas veces. Siempre obvié los primeros y los últimos minutos, aquellos en la que se nos descubre (no quiero ni escribirlo) que todo había sido un sueño. Creo que ni Alicia se lo cree. Era y es un marco totalmente innecesario. Lamentaba invariablemente no tener el cabello ni rubio ni liso, y estaba convencida de que el árbol aquel dentro de cuyo tronco se podía flotar por horas tenía que existir en alguna parte.

Me cansa el discurso de que uno tiene aprecio a determinadas cosas porque le enseñaron algo. Está raído y no me lo creo. Hay tantas cosas bonitas inútiles… Pero no es menos cierto que con Alicia en el País de las Maravillas aprendí.

De aquella niña con vestidito azul voy a intuir que no todas las protagonistas tienen que ser princesas (creía que el único requisito imprescindible era ser rubia), y que no tengo que hacerme mayor para que el mundo me haga algo de caso. Voy a aprender que el hallazgo del amor no tiene por qué ser siempre el final feliz de la historia, ni siquiera el final; que voy a preferir siempre los gatos a los perros, que tengo ganas de probar las setas alucinógenas. Con ojos abiertos delante de la pantalla voy a observar que es fascinante comerse una galleta, y que las perlas de las ostras son tan bobas como peces en un acuario (fue en ese momento cuando mi consideración con los habitantes del fondo del mar bajó hasta las profundidades del ídem). Y también comprendí que no hay que tomarse nunca en serio a los mayores.

La lagartija deshollinadora es el único personaje que me transmitía una sensación de desolación, pero me ha servido siempre como modelo para clasificar a determinadas especies del género masculino, a veces ejemplares que desaparecen lastimeramente sin dejar rastro, y del que pocos notan su ausencia.

El conejo es un personaje huido de alguna página de Marcel Proust, y es a la vez un hombre “moderno”, estresado, apurado para coger el metro en el último minuto, pase lo que pase. Por eso cae mal. Alicia, por el contrario, no busca tiempo, sólo quiere saber por qué el conejo no está disfrutando de su no cumpleaños y hasta dónde quiere llegar, en otras palabras, para hacer qué es que quiere ahorrarse el tiempo. Él me hizo pensar que el tiempo que ahorrase pintando las rosas de rojo más rápido que los demás, me gustaría aprovecharlo pintando las rosas despacio, aunque ciertamente no llegase del todo a comprender por qué las verdaderas rosas tienen que ser rojas y no rosas.

Y por mucho que la viese y me supiese de memoria las escenas del jardín o de la oruga porreta, Alicia en el País de las Maravillas me dejaba en la boca un sabor picante y un recuerdo multicolor. Y para mí sigue siendo como aquella tarea que nos mandaban en el colegio en Educación Plástica que consistía en llenar un folio de colores, pintarlo todo con cera negra encima, y luego raspar e ir descubriendo la explosión de rojos, amarillos, verdes, azules, naranjas…con infinita libertad de formas.

El hueco del árbol lo encontré varias veces pero no era de verdad. Sigo buscando.

martes, 15 de julio de 2008

Peldaño a peldaño

Un pájaro de papel en el pecho
dice que el tiempo de los besos no ha llegado

(Vicente Aleixandre)



(...) no es sueño la vida. ¡Alerta! ¡Alerta! ¡Alerta!
Nos caemos por las escaleras para comer la tierra húmeda
o subimos al filo de la nieve con el coro de las dalias muertas.

Pero no hay olvido, ni sueño:
carne viva. Los besos atan las bocas
en una maraña de venas recientes
y al que le duele su dolor le dolerá sin descanso
y al que teme la muerte la llevará sobre sus hombros. (...)

(García Lorca)


Consejo superfiolosófico: "Hazte una fotografía y si sales es que existes"

El tren nos hará siempre pensar en un crimen que huye.

En los cristales del ferrocarril subterráneo nos hacemos la fotografía más efímera del mundo.

(R. Gómez de la Serna)



INSTRUCCIONES PARA SUBIR UNA ESCALERA

Nadie habrá dejado de observar que con frequencia el suelo se pliega de manera tal que una parte sube en ángulo recto con el plano del suelo, y luego la parte siguiente se coloca paralela a este plano, para dar paso a una nueva perpendicular, conducta que se repite en espiral o en línea quebrada hasta alturas sumamente variables. Agachándose y poniendo la mano izquierda en una de las partes verticales, y la derecha en la horizontal correspondiente, se está en posesión momentánea de un peldaño o escalón. Cada uno de estos peldaños, formados como se ve por dos elementos, se situá un tanto más arriba y adelante que el anterior, principio que da sentido a la escalera, ya que cualquiera otra combinación producirá formas quizá más bellas o pintorescas, pero incapaces de transladar de una planta baja a un primer piso.
Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan particularmente incómodas. La actitud natural consiste en mantenerse de pie, los brazos colgando sin esfuerzo, la cabeza erguida aunque no tanto que los ojos dejen de ver los peldaños inmediatamente superiores al que se pisa, y respirando lenta y regularmente. Para subir una escalera se comienza por levantar esa parte del cuerpo situada a la derecha abajo, envuelta casi siempre en cuero o gamuza, y que salvo excepciones cabe exactamente en el escalón. Puesta en el primer peldaño dicha parte, que para abreviar llamaremos pie, se recoge la parte equivalente de la izquierda (también llamada pie, pero que no ha de confundirse con el pie antes citado), y llevándola a la altura del pie, se le hace seguir hasta colocarla en el segundo peldaño, con lo cual en éste descansará el pie, y en el primero descansará el pie. (Los primeros peldaños son siempre los más difíciles, hasta adquirir la coordinación necesaria. La coincidencia de nombre entre el pie y el pie hace difícil la explicación. Cuídese especialmente de no levantar al mismo tiempo el pie y el pie).
Llegado en esta forma al segundo peldaño, basta repetir alternadamente los movimientos hasta encontrarse con el final de la escalera. Se sale de ella fácilmente, con un ligero golpe de talón que la fija en su sitio, del que no se moverá hasta el momento del descenso.

(Julio Cortázar)



Hay gente que cree que todo cuanto se hace poniendo cara seria es razonable.

Me dije a mí mismo: "Es imposible que yo crea esto", y al decirlo observé que ya era la segunda vez que lo creía.

(Georg Christoph Lichtenberg)

domingo, 13 de julio de 2008

If I Laugh

If I laugh just a little bit
maybe I can recall the way
that I used to be, before you
and sleep at night... and dream

miércoles, 9 de julio de 2008

Sueño


Ecuador del Puente de Triana. Noche cerrada. Miro el Guadalquivir. La luna parece que se ha caído al río. Estoy sola, pero una voz a mi espalda me pregunta si la luna está creciente o menguante. Es una voz masculina. Discuto con la voz, le explico lo de la C y la D, y la voz habla de una B, pero no de una B de luna sino de una B de plan, y entonces la B se refleja también en el Guadalquivir, una B que no es más que un reflejo, porque no existe de verdad. Me pongo triste.
Me pregunto si todo el planeta está viendo la luna creciente como yo la estoy viendo ahora, pero descubro que sólo la veo creciente en el cielo: en el río está menguando.
Una voz, ahora femenina, me pregunta si el sol y la luna son la misma cosa. Yo quiero responder, pero antes de hacerlo me acuerdo de alguien diciendo que a los bebés hay que hablarles seriamente, y llego a la conclusión de que, entonces, a los adultos hay que hablarles en broma, y no sé qué responderle a la voz.
Pienso que hay pocos paisajes tan bonitos como éste, y comienzo a decir en voz alta: “pienso que hay pocos paisajes tan bonitos como…” pero me doy cuenta de que no hay nadie más en el puente. Quiero hacer una foto y meto la mano en el bolso, pero el bolso se convierte en una bolsa de aseo y sólo encuentro una tableta de chocolate. No me sirve y la dejo en la calle, en medio del puente, hasta que se derrite. Continúo mirando el río, que tiene unas ondas muy extrañas, como si muchas personas hubiesen arrojado piedrecitas, pero no hay personas ni piedrecitas. Esas ondas no son olas, sólo hay olas en el mar. A los ríos hay que aceptarlos tal como son. Ganas tremendas de comer chocolate, busco con la mano en la mochila de cremallera rota y sólo encuentro una cámara de fotos. Quiero inmortalizar la belleza del momento, pero me acuerdo de que a mí no me gusta tomar fotos de paisajes sin gente, así que arrojo el aparato al río.
Entonces, la superficie del agua se llena de globos oculares, un montón de ojos idénticos que flotan y pestañean y se chocan y parece que están bizcos, pero no pueden estar bizcos porque son independientes. Estoy buscando un ojo que se distinga del resto, pero todos me parecen iguales. De pronto, tengo la certeza de que ese ojo diferente está justo debajo del puente, y yo no lo puedo ver, pero lo adivino. Creo que ese ojo, tarde o temprano, tiene que deslizarse hacia el otro lado, así que me dispongo a esperarlo, con los pies colgando sobre el Guadalquivir, a punto de caerme al agua, sentada en un extremo del Puente de Triana, sobre uno de los arcos.

Creo que debería hablar con Freud

jueves, 3 de julio de 2008

El unicornio que nunca tuvo


Una pareja de unos 50 años está sentada en un banco de la Plaza de España de Cádiz. En esta plaza hay bancos dispuestos alrededor de una fuente, y otros que te hacen mirar a los árboles. Ellos prefieren mirar a los árboles. La plaza no tiene nada de especial, salvo porque ha sido elegida por ellos como casa, o como dormitorio, o como segunda residencia, no sé. Es una pareja porque son dos, ignoro cuál es el lazo afectivo que los une. A decir verdad, no noté gestos cariñosos ni beso alguno, pero quizá los besos se hacen más de rogar cuando tienes que dormir a la intemperie. El color del pelo de ella se parece al de alguna de mis Barbies, sus cejas negras dicen que es teñido. Él tiene una barba digna, una camiseta del Covirán y mucho vello en los brazos. Los dos lucen una piel tostadísima; como no parecen tener prisa, supongo que la playa que está a 20 minutos andando de allí es algo más que un lugar frecuentado por ambos.

Tienen suerte de no tener maletas.

De tenerlas, no podrían disponer de Cádiz a su antojo, no podrían pasear por el casco antiguo, cruzar las murallas ni sentarse al sol, que, cuando no tienes casa, es una de las mejores actividades que se pueden hacer en Cádiz. Si tuviesen maletas tendrían que tenerlas, tendrían que cuidar de ellas, tendrían que preocuparse de que nadie intentase apropiarse indebidamente de su contenido y, en cierta forma, lastrarían sus pies con chanclas.

Eso lo sabe muy bien el señor que les estaba esperando en el banco de enfrente cuando ellos llegaron a la plaza. Ya se conocen. La pareja tuvo que adoptar ese estilo de vida hace unos meses; él es nuevo, y le están enseñando, pero no se integra. Son sus maletas las que dificultan la integración. Una grande, de esas en las que caben más cosas de las que te dejan transportar en un avión; una mediana, que no contiene ropa sino objetos duros y picudos que forman montañitas en la superficie; la última, pequeñita, con dos asas que parecen pegadas a su muñeca y que debe ocultar algo importante, como un fajo de billetes de 500 euros o un álbum de fotos, a juzgar por la forma en que la aprieta contra su vientre, incluso cuando se levanta a beber agua a la fuente (hasta que la pareja amiga le regala un botellín de cerveza). Lleva varios días durmiendo en la Plaza de España. Apareció una tarde, con sus maletas, como quien va de viaje a ningún sitio o como quien sube una escalera de esas que no llevan a parte alguna (tengo un amigo al que le encantan ese tipo de escaleras). Se sentó en el banco y no trató de buscar un armario para sus cosas. Se sentó, simplemente, mirando sus maletas. No tenía una expresión triste, que no me hubiese puesto triste a mí, sino una mueca de adaptación (mitad adaptación, mitad arrepentimiento), que sí logró entristecerme. No quiere ir a ningún sitio, no mientras tenga maletas.

Yo le entiendo: no es agradable hacer maletas, pero es infinitamente peor deshacerlas. Deshacer las maletas tiene a veces un significado pesado, y no siempre se está preparado en el momento en que se da por supuesto que debería hacerse. Si hay algo a lo que te empuja esta sociedad incomprensiva es a deshacer las maletas inmediatamente después de llegar a un sitio. Sin embargo, el mundo debería saber que en toda maleta hay siempre dos cosas: ropa sucia, que se ensució de alguna manera concreta, y ropa limpia, que alguien limpió también de algún modo. Lo primero que va ocurrir al deshacer las maletas es que va a cambiar el estado de ambas, y eso no es moco de pavo. Este señor ha superado ya los cuarenta, y en ese momento de la vida uno ya no puede hacer caso omiso a la sociedad, y no queda otra que deshacer las maletas al llegar al sitio. Por eso, él no quiere moverse aún del banco de la plaza, porque no está preparado para tener la evidencia de lo que ya es evidente: que no puede deshacer su equipaje en el mismo sitio en que lo empaquetó.

O, como me dijo mi amiga sabiamente, “sí, claro, porque le recuerda al unicornio que nunca tuvo”.

Por eso, los tres, la veterana pareja y el señor de las maletas, comparten bocadillo de mortadela mirando a los árboles, nalga con nalga, hablando de Zapatero y del Cádiz F.C., bebiendo cerveza y comentando la crisis económica que nadie se atreve a anunciar, levantando la mano para adivinar la dirección de la brisa que ha comenzado a levantarse y que la rubia llama “viento”, confesando lo injusto que hemos sido todos con Luis Aragonés.

El hombre de la barba sigue intentando integrar al de las maletas:

- Venga pisha, mira er fresquito que hace e’ta noshe, ya verá qué bien vamo a dormí hoy.

Yo continué sentada en el banco, no muy lejos de ellos, esperando a alguien que nos iba a traer las maletas a mis amigas y a mí. Pero ya no sé si quiero que ese alguien venga. Yo continué esperando y pensé que lo que yo quería era escribir para que tipos como aquellos me leyesen y siguiesen comiendo sus bocadillos de mortadela.

miércoles, 18 de junio de 2008

"...y tú les das color"

El despertar tenía la misma forma de siempre: siete de la mañana, vueltas en la almohada (por culpa del sol que comenzaba a entrar por la ventana dándole de pleno en la cara). Y se levantaba como si tal cosa, poniendo primero un pie y luego el otro, saliendo al pasillo y soltando un bonjour con legañas a quien quisiera oírle, como si nada. Y se lavaba la cara y se miraba al espejo y no veía que hubiese cambiado gran cosa. Y no pensaba en nada porque era temprano y sólo era de recibo pensar en desayunar, o quizá en esa canción de Serrat…

“Y bueno, pues, un día más, que se va colando
de contrabando
y bueno pues, adiós a ayer
y cada uno a lo que hay que hacer…”

Y empezaba funcionar, a poner en marcha las pequeñas cotidianeidades de bolsillo, a centrarse en el detalle: buscar el cuenco azul y llenarlo de leche con Banania, y desayunar viendo Lyon, y repasar mentalmente lo que había que hacer en el día, pero despacio, no fuese a ser que la mente viajase más allá de las próximas doce horas. Hay veces en las que sólo se puede funcionar con una cabeza miope, es decir, una cabeza que no puede ver más allá de lo que está delante de sus narices.

Y cambiaba la bolsa de basura y bajaba a comprar el pan, pero había que evitar pensar en la cola de la boulangerie, era mejor mirar los bombones, los croissants, las tartaletas de praliné. Era mejor así, si no, corría el riesgo de salir de la boulangerie sin una triste baguette. Y luego, en el ascensor, tampoco tenía que acordarse de nada, había que limitarse a decir bonjour y sonreír al monsieur que sonreía y ponía a su pequeño perro negro y feo contra la pared porque ya sabía que a ella le da miedo. Lo que ocurría es que a veces, sin avisar, comenzaba a tararear en su cabeza esa canción que de pronto se le había ocurrido en la mañana:

“Si le falta usted a un mundo enfermo y con canas, quién va a hacerle la cama y quién
le peinará la frente, y quién
le lavará la cara…”

Y salía a la calle y pasaba al lado de la farmacia de la esquina sin poder evitar mirar de reojo a la farmacéutica de moño estirado y cara agria, esa que debía empeorar los resfriados del pobre señor griposo que fuese a rogarle una aspirina.

Y esquivaba al señor con la cabeza y bigote canos que pide dinero en una cestita a la entrada del metro, pero que casi siempre está hablando con alguien y se le olvida poner la cestita en posición de pedir dinero.

No había por qué alterar las costumbres. Por eso lo suyo era creer que había perdido la tarjeta del metro y rebuscar en el bolso como una posesa hasta que daba con ella aliviada y sorprendida, como si el lugar más remoto en el que una tarjeta del metro pudiera estar fuese el bolso de una. Y bajaba las escaleras y esperaba que llegase ese gusano sobre raíles mientras se preguntaba una vez más por qué las francesas tenían que ir siempre de negro, y pensaba que nadie había preparado a estas chicas para vivir en verano, y de una pregunta pasaba a otra, y a otra, y acababa preguntándose sin querer que querría decir Serrat con eso de
“Tú enciende el sol. Tú tiñe el mar, y tú descorre el velo que oscurece el cielo, y tú, ve a blanquear la espuma y la nube, la nieve y la lana, y tú, conmigo a cantar la mañana.”

Como se había acostumbrado ya al horario francés, digamos que a eso de las 12.30, comenzaba a tener hambre, y repasaba mentalmente los potenciales almuerzos que vivían en el congelador, pero no se iba la maldita canción:

“…y véngase a cocinar el nuevo día.
Todo esta listo, el agua, el sol y el barro, pero si falta usted no habrá milagro”

domingo, 8 de junio de 2008

Tabúes


Tabú: condición de las personas, instituciones y cosas a las que no es lícito censurar o mencionar.
Aparentemente viene del polinesio tabú, “lo prohibido”.
Prohibición de comer o tocar algún objeto, impuesta a sus adeptos por algunas religiones de la Polinesia.

Un acuerdo tácito. Necesario para poder hablar con normalidad de otro temas que no son tabúes.

- ¿Has visto la última película que han puesto en cartelera en el cine Pathé?
- Mnoooo
- Las críticas son bastante buenas. ¿Quieres venir?
- Hoy tengo el día bastante ocupado: tengo que hacer la compra, ir a correos, pasarme por el banco, imprimir unas cosas…
- ¿Qué tienes que imprimir?
- Un billete de avión.

game over

- Qué pena que hoy esté lloviendo otra vez.
- Sí, que hartura de agua, así no me aliso el pelo, que se me moja. Y encima pierdo el paraguas.
- Es increíble que estemos en junio.
- Ya te digo, yo conozco un lugar ahora donde no se puede parar en la calle del calor que hace…

game over

(al teléfono)

- Mi amigo dice que si quieres ir a ver una obra del director ese famoso del que hablamos el otro día que van estrenar en el teatro que te gusta. Hay que comprar ya las entradas.
- Bien, sûr, ¿cuándo es?
- (al amigo) C’est quand?
- Fin Juin.
- ...

game over


- Sí, las calles, parece que están asfaltando la calle de mi casa.
- ¿De qué casa?...

game over


- Oye, así no se puede continuar la partida...
- ¿Tu partida?

game over

lunes, 2 de junio de 2008

El Futuro

Y se muy bien que no estarás.
No estarás en la calle
en el murmullo que brota de la noche
de los postes de alumbrado,
ni en el gesto de elegir el menú,
ni en la sonrisa que alivia los completos en los subtes
ni en los libros prestados,
ni en el hasta mañana.
No estarás en mis sueños,
en el destino original de mis palabras,
ni en una cifra telefónica estarás,
o en el color de un par de guantes
o una blusa.
Me enojaré
amor mío
sin que sea por ti,
y compraré bombones
pero no para ti,
me pararé en la esquina
a la que no vendrás
y diré las cosas que sé decir
y comeré las cosas que sé comer
y soñaré los sueños que se sueñan.
Y se muy bien que no estarás
ni aquí dentro de la cárcel donde te retengo,
ni allí afuera
en ese río de calles y de puentes.
No estarás para nada,
no serás mi recuerdo
y cuando piense en ti
pensaré un pensamiento
que oscuramente trata de acordarse de ti.



Del maestro Cortázar, que murió en París un año antes de que yo naciera.

Su primer libro de poemas se tituló "Presencia". En este habla de lo contrario, parece. Digo suponiendo que la presencia sea lo contrario de la ausencia. Da igual el tema, lo importante es que cada verso termine en un color distinto.

o una blusa...
"Si yo quiero, gano", le dijo la tortuga a la liebre, y ni la tortuga se lo creía.
Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos (...)
- No hombre, no. Lo que no se puede hacer es mezclar a Cortázar y a Neruda en un mismo post...
- ¿Qué no? Yo aquí hago lo que me da la gana...
Una vez, cuando era pequeña, tomé estos versos de Neruda para escribir un cuento. Estos versos me fascinaban. Había dos golondrinas que volaban, y se amaban, y volaban. Y la cosa terminaba con unos vuelos muy extraños, como de golondrina. Hay veces que un verso te conduce a una historia, y otras veces es la historia la que te lleva a los versos.
- Y además...
- ¿Y además, qué?
- Que tengo una blusa... de cuadros.
- ¿Y qué?
- Nada, que llueve.

jueves, 29 de mayo de 2008

Escenario

Hay aquí en Lyon un teatro que se llama Les Celestins. Es un teatro que abrió por primera vez sus puertas en 1877, después de haberse demorado cinco años su construcción. Más dos incendios. Por su arquitectura, se le considera uno de los teatros de Francia que más se acerca al estilo italiano. Muros cubiertos de telas y butacas de terciopelo rojo hacen pensar en una época en la que la sala establecía una jerarquía contundente entre los espectadores: los palcos para los aristócratas, los balcones para la burguesía, y el patio de butacas, entonces sin butacas, reservado a un pueblo que se sentaba en el suelo. La democracia colocó asientos y quitó atmósfera, pero qué le vamos a hacer, no se puede tener todo.

Los precios no están hechos para el presupuesto de un estudiante, pero el teatro premia a los que prefieren no hacer planes que vayan más allá del presente inmediato. Si se llega a las taquillas diez minutos antes de que la obra comience, se podrá conseguir una entrada por sólo ocho euros. Si ya no hay localidades, se vuelve a intentar en otra tarde sin planes.

El caso es que si usted asiste a una obra de teatro, a la salida usted comentará, probablemente, si la historia le pareció más o menos creíble, más o menos bonita, más o menos rara, más o menos previsible, más o menos original, etc., etc. También es natural que usted se enzarce en una discusión sobre la calidad de los actores, si le hicieron meterse o no en la obra, si consiguieron emocionarle, si le parecieron novatos, experimentados, buenos, feos, malos, guapos…

Pero, ¿quién habla del escenario?, ¿con qué frecuencia piensa usted en el escenario? Y sin embargo, ¿su concepción no ha requerido tiempo?, ¿no se ha invertido en su realización mucho esfuerzo?
Los actores posiblemente se hallarían perdidos fuera de él… ¿Se hallarían perdidos los actores fuera de ese escenario? No, los actores pueden vivir fuera del escenario, por eso son actores; en caso contrario, serían personajes. Es cierto entonces, los personajes nacen en el escenario. Siguiendo el hilo, los personajes, fuera del escenario, no son. Pero, ¿es esto tanto así que se puede afirmar que a los personajes los hace el escenario? O peor, ¿El escenario hace a la obra de teatro?

¿El escenario hace a la obra?

Que es usted,
¿actor o personaje?

domingo, 18 de mayo de 2008

Una buena vecina

Los llamados mediáticamente monstruos –pero no son deformes, sino malvados– pasan y vuelven y vuelven a pasar. Los buenos vecinos quedan. Pasan y vuelven esos canallas que, en la calma y –sobre todo– el silencio de su hogar, violan, asesinan, descuartizan, preparan zulos, construyen prisiones, se deshacen de cuerpos... (Maruja Torres, en El País Semanal:http://www.elpais.com/articulo/portada/buenos/vecinos/elpepusoceps/20080518elpepspor_1/Tes/)

Tengo ganas de invitar a tomar café a Maruja Torres y darle una vuelta por el apartamento. A ver si es capaz de hablarme del silencio de los vecinos y que se escuche su voz por encima del taladrador con el que mi vecino de à côté no deja de taladrar su pared y mi cabeza en esta bella tarde de domingo. Luego podría ir a mi cuarto de baño y tratar de descubrir por qué está llorando y refregándose por el suelo el perro de arriba. Es un perro triste, y no se puede culpar de ello a su dueño, un viejito encantador y educado que siempre le repite que a las mesdemoiselles hay que dejarlas pasar primero por la puerta del ascensor, especialmente si son chicas guapas como yo (de ahí el encanto del tipo). Yo creo que el perro está triste porque le importan muy poco las chicas humanas que se apretujan en un rincón del ascensor como si le tuviesen miedo, y que para guapa la perrita aquella con la que se encontraba todos los sábados en el parque cuando su dueño aún tenía las piernas fuertes y lo sacaba a dar largos paseos. En un rasgo muy humano, el momento en que más se acuerda de ella es por las noches, cuando sus lamentos apenas me dejan lavarme los dientes sin que se me encoja un poquito el cepillo en la boca. A Maruja la animaría a quedarse a dormir, aunque al ser hoy ya fin del fin de semana a lo mejor no tendría suerte y se quedaría sin escuchar alguna de las fiestas que hace mi vecino gay en la que los invitados se comunican con grititos, grititos que se van haciendo más agudos a medida que va avanzando la noche.

Es cierto que vivimos "arracimados en cubículos contiguos", y que defendemos nuestra intimidad, eso por supuesto (yo defiendo más la mía que la de los demás, eso también es verdad), pero no que estemos incomunicados. O será que, después de todo, este no es un buen vecindario. Por eso nos gusta enterarnos de lo que hacen los otros, y pegar cartelitos en el ascensor para que todo el mundo sepa que los del quinto van a hacer una fiesta el sábado por la noche porque es el cumpleaños de uno, que la vecina del décimo, que acaba de tener un niño, necesita una canguro para los próximos meses, que a la oftalmóloga del primero no le funciona el porterillo, que alguien ha robado una bicicleta del sótano, o que uno de mi planta quiere vender su casa.

Lo confieso: me apasiona pegar la oreja. Y es una actividad que requiere entrenamiento, porque los ruidos no son siempre fáciles de interpretar, aunque me encanta cuando el vecino de al lado del ascensor interpreta Para Elisa al piano. Gracias al sonido, tengo también controlados a mis vecinos tenistas, casi los reconozco por el toc-toc-toc... Están los dos amigos cuarentones con sus uniformes semi profesionales, el papá que enseña a jugar (o a cómo recoger pelotas) a sus hijos,... Y eso que aún no he ido a la piscina, en donde podré completar las historias que se me escapan por falta de visibilidad o de agudeza auditiva, es decir la zona este del edificio y las plantas más bajas, totalmente fueras de mi dominio hasta el momento.

Me tranquilizo pensando en que ellos también se habrán enterado de alguna que otra fiesta, de alguna película de miedo o alguna que otra cena. Saben que desde que se fue mi colloc francesa ya no tenemos aspirador, y como tenemos que pedírselos a ellos, no se les escapa la frecuencia con la que hacemos limpieza.

Tienen que haberme escuchado malcantar a voz en grito, últimamente más de lo normal, en mis pausas de estudio de Image et Evénement. Por cierto que muchas veces me he preguntado si no les sonará bien, a una siempre le parece que cantan más afinado los que lo hacen en otro idioma, y yo para cantagritar prefiero el español.

En fin, termina así el artículo de Maruja Torres:


Hitchcock no podría rodar hoy La ventana indiscreta. Ya nadie espía al asesino de enfrente.


Definitivamente, yo tengo que haber sido de otra época.

jueves, 15 de mayo de 2008

Nuestra historia


Esta noche Lyon está callado. Y yo también. Esta noche Lyon y yo estamos callados y esa es la mejor forma que tenemos de comunicarnos. No hace falta que le diga nada; él ya sabe.

Lyon me está mirando, de frente, y yo lo estoy mirando a él, estoy intentando mirarlo entero, quiero decir abarcarlo todo, desde mi piso 16. De noche, Lyon me pertenece más que en ningún otro momento del día, porque es cuando se asienta, cuando se serena, cuando se calla y nos quedamos en silencio él y yo, y ya he dicho que esa es la manera más honesta que tenemos de hablarnos. La Fourvière, allá arriba en la colina, también callada (ya hace horas que dejé de escuchar desde aquí sus campanas), me está diciendo que esté tranquila, no es que no debiera estarlo, es que me lo dice cada noche, como una oración sedante (pero esta noche es especial porque ya hacía tiempo que habíamos quedado Lyon y yo, en una cita íntima, un rendez-vous de printemps). La Croix Rousse, a lo lejos, me está guiñando el ojo de forma descarada, y el guiño me llega con cascadas de colores. La Catedral, más allá del Rhône y de la Saône, me susurra que su actividad favorita sigue siendo esperarme, y me invita a oler sus viejas imágenes mentales y a ver los últimos olores de la temporada, los que están en los árboles iluminados. Y oigo a la rue de Saint Jean desde aquí prometerme nuevas músicas de acordeón rebotando en el empedrado. Dice que se siente orgullosa al saberse mi calle preferida. A mí me gusta que ella se sienta así, ya sabía que era una presumida.

Estoy contenta de que nadie más nos entienda, a Lyon y a mí, no es una lengua fácil la nuestra, aunque yo la haya aprendido de una manera tan natural. Pero Lyon me dice que no se trata de eso, que no debo pensar así. Dice que a él no le gustan las exclusividades. Dice mucho pero en el fondo sé que está sonriéndose para adentro, y tiene una sonrisa traviesa. Ése es mi Lyon (le he enseñado a sonreír en español). Porque le conozco, yo le sigo la corriente.

A veces creo que Lyon se enciende y se alza en el horizonte sólo para mí, sólo para que yo lo disfrute desde el balcón, con o sin compañía. Él nunca me lo ha confirmado, y aunque fuese verdad nunca me lo diría, Lyon no es de esa clase de ciudades. Pero son de ese tipo de cosas que se saben de manera innata, como que las hormigas hablan todo el rato en las filas o que hay meses que no están rellenos más que de segundos.

Aún me acuerdo del día en que lo conocí. Parece que fue ayer, y hace tanto sin embargo. Yo era aún muy pequeña, incluso más que ahora. Y él estaba aquí esperándome, dándome la bienvenida, pero sin aspavientos, seria y cálidamente, como es él, consolándome en silencio y diciéndome que no tuviese miedo. Yo no tardé en agarrarme de su mano porque era lo que tenía, y nunca me defraudó, siempre ha sabido soltarme la mano a tiempo. Ahora me dice que está muy orgulloso y que confía en mí. Pero me lo dice de esa forma tan quieta, tan solemne, tan suya, que estoy creyéndome que de verdad confía en mí. También yo confío en él, confío en él y en sus luces, en él y en su lluvia, en él y su viento, en él y en sus ríos. Confío en que nunca dejará de ser acogedor y, sobre todo, en que nunca dejará que se le note que lo es.

No quiero que nadie hable mal de él, yo sé que él me defendería con todas sus armas. Y sus armas son letales: tiene armas de croissant, de olor a pan, de frío junto al río, armas de hierba con tierra, de cafés calientes, de calles cosmopolitas, de jardines escondidos. Y cuando siente que debe luchar de una manera más seria, Lyon se personifica en alguno de sus habitantes favoritos, a veces lo hace en hombres africanos dueños de restaurantes rojos que van a hacer sus compras en supermercados pequeños. Y entonces, ya sí, entonces Lyon es irredutible.

Siento el aliento de Lyon en mi espalda y ya no pienso que es sólo mío. Lyon me ha enseñado que las cosas más bonitas se comparten, y entonces son aún más ricas. Lyon dice que me quiere, pero también quiere a otros. Y yo he aprendido a quererlo por querer a los demás.

Digo todo esto porque a veces, aunque Lyon y yo sepamos hablarnos en silencio, a veces a Lyon le gustaría poder hablar también con los otros, porque tiene tanto que decir…tiene mucho que decir.

Si Lyon pudiese hablar…

lunes, 5 de mayo de 2008

Miradas sobre Ámsterdam

Qué voy a decir que no se haya dicho ya. Por ejemplo, que quiero recomendar Ámsterdam para la salud.
Quiero recomendar sus calles y sus canales, y recomendar que absorban su esencia relajada, que hinchen el pecho y llenen los pulmones de su atmósfera, como si estuviesen fumando marihuana, y que mantengan un poco el aire antes de expulsarlo, porque el humo se va rápido y es muy difícil hacer que vuelva.

Ámsterdam y yo nos comprendimos desde el primer momento. Es la única ciudad que me ha dejado utilizar bien un mapa y ha depositado en mí una confianza que yo nunca tuve. Por primera vez, no me he perdido. Y muchas personas que me conocen sabrán valorar esta frase como se merece. Yo, aquella que toma la calle equivocada cuando va a comprar el pan en su barrio. La lógica enmarañada de los canales de Ámsterdam se parece tanto a la mía que no tenía casi ni que consultar el mapa; supimos hallarnos bien, Ámsterdam y yo.

Al entrar al hostal donde compartiría habitación con 32 individuos, una nube olorosa de marihuana y algunas voces lentas de personas que se mueven calmadamente me dieron la bienvenida. La música acompañaba. La chica de la recepción, también:

- Sólo hay dos cosas que no se pueden hacer aquí: fumar hierba dentro de la habitación y darle de comer a los ratones.

Allí en Ámsterdam, si uno se crea problemas es porque quiere.

La lógica de la ciudad, como ya he dicho, es encantadora: prioridad para las bicis, por supuesto; siguen los tranvías, los coches y luego las motos. ¿Los peatones? Quién les manda salir a la calle… Teniendo uno de esos barquitos que cruzan los canales es verdaderamente estúpido ir a patearse el asfalto. Imaginen la escena: A usted lo despierta el sol entrando por la ventana sin persianas de una de esas casitas de cuento, pongamos, color granate; riega su macetita (no vamos a decir de qué)



ç



y se prepara para ir al trabajo (si es lunes, no se moleste, las oficinas estarán cerradas). Baja a la calle, coge su barquito con motor y siente la brisa matutina que baja de los canales. Olvídese de atascos, pitidos, esperas de autobuses, o frustrantes búsquedas de aparcamiento. Al final de su jornada (no muy larga, básicamente todo lo que no sean sitios para comer cierra a las cinco), vuelve a tomar su barco y se demora un rato por los canales escuchando música, leyendo el periódico o tomándose una cerveza.








La única posible molestia es que haya alguna turista clavándole su mirada envidiosa desde algún puentecillo. Como no hay prisa, lo mejor es atracar cerca de alguno de los cientos de coffe shops y fumarse un porrito mirando las paredes de colores con tulipanes.

La otra posibilidad es que viva directamente en el agua. No, no hace falta mojarse. Basta con tener una casa-barco en Reguliersgracht. Decoradas como sólo un holandés lo puede hacer, con buen gusto, originalidad y dejándole muy poco espacio a la intimidad. Ámsterdam es una ciudad de voyeurs, de exhibicionistas o de ambas cosas. El lugar perfecto para un cotilla. A mí me encanta. Las cortinas no existen o no se corren, así que, si se trata de un barco-casa, puedes ver la disposición de todas las habitaciones y lo que sus habitantes andan haciendo en ellas. Si son viviendas normales, idem de idem: las cocinas y las bibliotecas suelen ser las mejores partes de las casas.







Si hablamos de piso, uno tiene la sensación de estar viendo un tebeo de 13 Rue del Percebe. El buen gusto no es general, claro, sirva de ejemplo una casa que tenía en el alfeizar de la ventana una colección de muñequitos de novios y novias de esos que se ponen en lo alto del pastel de bodas. Una de las teorías que intentamos fue que se trataba de una viejecita a la que le habían dejado plantada en el altar hace mucho mucho tiempo y que había jurado cual Escarlata O’Hara en Tara que tendría hijos para formar dos equipos de fútbol y que emplearía toda su vida para casarlos uno por uno aunque se dejase su salud en tan noble misión. Sí, en Ámsterdam si algo hay es tiempo para reflexionar sobre cosas absurdas.






Además de las casas de los demás, también se pueden ver museos, el Rijksmuseum, por ejemplo, en el que hay varias obras importantes de Rembrandt y tres cuadros de Veermer, además de una sala de casas de muñecas en la que los visitantes se pasan horas observando las habitaciones, como si no pudiesen hacer lo mismo en la calle, y gratis. También está el Museo de Van Gogh, que encontré bastante impresionante, a pesar de no saber si seguir considerando como genio a alguien que se pega un tiro para suicidarse y tarda dos días en morir. Hay que ser un poco con.


Y si uno se harta de pintura, pues se va al Museo del Sexo y en paz, que no siempre hay la posibilidad de sentarse en un pene gigante. No es difícil adivinar que el barrio de este museo es rojo. El Barrio Rojo es, efectivamente, rojo, concurrido y totalmente sorprendente, por mucho que te hayan hablado o hayan leído sobre él. Pero no hay por qué estar mirando todo el rato a las señoritas de los escaparates. Es más, si lo hace corre el riesgo de perderse las ovejas hinchables que hacen beeee, los preservativos de chocolate y coco, las esposas con pinchos o los shows de live sex.

Es cierto que por las mañanas no es tan rojo porque le faltan las luces, pero, según se podía leer en una de las revistas gratuitas que reparten por la ciudad, si quiere ver a los autóctonos, vaya al Barrio Rojo un lunes por la mañana, que es cuando suelen ir los ejecutivos y demás residentes masculinos de Ámsterdam. De alguna parte tenía que venir la increíble tranquilidad de la que gozan los amsterdanianos, tampoco va a haber que agradecerle todo a la marihuana. Por cierto, y terminando con el tema de los museos, también es posible visitar el museo de la marihuana y del cannabis, donde se puede aprender que con esta plantita se hacen unas camisas geniales, mejor que el algodón, oiga.

Luego también están los quesos, las patatas fritas, los tulipanes y las holandesas rubitas, y un millón de museos más. Lo que ocurre es que no es recomendable hacer planes en Ámsterdam, porque uno nunca sabe adonde va a llevarle la ciudad, aunque a mí me llevase varias veces a esta calle


Ahí es donde he decidido comprarme una casa.

No sé si alguien se anima a pagarme el barco…

sábado, 26 de abril de 2008

Mariposas don't cry Part II (I do)


Viejas paradas

ir

ausente

ausente

detenerse

(Samuel Beckett)


Ella me enseñó a comer pamplemousses y a imitar el acento londinense.
Ella llegó un día de septiembre con sus gafas de sol y su chaqueta de cuadros tan British y nos perdimos juntas por primera vez (por primera vez ella) en el metro de Lyon. Y, aún así, me quiso. Por mi parte no hay misterio: ella es tan fácil de querer.

Un día comenzó a leer mi blog para probar su español.

- Marta, si escribieras un libro, ¿de qué hablarías? ¿De algo de ficción, de tu vida, de ficción basada en tu vida?

- No sé, mariposa. Prefiero las historias creíbles a las verídicas. I guess I’m always influenced by myself. And now, by you, mariposa.

A Mariposa le gustan las palabras. Sus preferidas en español son “mariposa”, “paloma” y “chiquita”. En francés aún está en train de chercher, y las busca afanosamente.

Me gustaría hablarles de su mano inglesa. Una mano que va explorando entre los viejos periódicos del salón, que colecciona revistas inútiles, que se extiende siempre ante los diarios gratuitos de la mañana y de la tarde, y que rebusca incluso entre los papeles reciclados sólo para rellenar crucigramas, adivinar palabras, juntar las letras.

Y a veces esa mano se mueve rápido, como quien come helado por ansiedad, con el crucigrama a un lado y su diccionario de sinónimos al otro, pero ella sólo busca saciar la sed de letras dejándome un tesoro gráfico bajo su cama.

Déjenme hablarles de una mano protectora que guarda la leche en el frigorífico cada vez que la uso o que me tapa la tarrina de queso de untar que siempre dejo abierta para que no nos estropeemos (ni el queso ni yo).

Una mano que amasa y luego hace en el horno galletas mágicas.

Una mano de niña que quiere ser mamá pero que sigue siendo niña.

Una mano de una persona que huele a lago. No sé si alguna vez han tenido la oportunidad de oler uno, pero si los lagos huelen a algo estoy segura de que huelen a ella. Quizás es el olor de todas las personas frescas, lisas y algo ingenuas. Yo no lo sé porque no he conocido a mucha gente así, pero lo intuyo.

No es muy común que los demás me cambien de color, pero ella lo ha hecho. Ha pasado en pocos meses del amarillo al marrón.

- Marta, dime otra vez de qué color era yo.

- Mariposa, tengo algo que decirte. Has cambiado de color, no suele ocurrirme, pero ahora eres marrón.

- ¿Y qué significa eso?

- No significa nada.

- Tiene que significar algo. ¿Quién más es marrón?

- Mmm… mi padre es marrón.

- Ahh, entonces es que ahora me ves un poco como a alguien de tu familia.

Y sonríe.
Y yo asiento.
Mi familia de Lyon…

Hemos intercambiado ropa, compartido cereales, reciclado vidrio, llorado, reído a carcajadas, hemos gritado, comprado regalos, pasado horas en los probadores, hemos tenido conversaciones que empezaban en francés y seguían en inglés para terminar en español, hemos comprado baguettes, muchas baguettes, nos hemos resfriado y disfrazado, hemos bailado encima de la mesa, hecho fajitas e infinidad de fotos desde el balcón, nos hemos esperado para cenar (casi siempre ella), hemos llegado tarde (casi siempre yo), nos hemos cargado la tele, hemos visto películas españolas en francés con subtítulos en inglés, hemos tomado taxis a casa, pedido pizza, compartido almohada, nos hemos mutuamente maquillado y compartido colores como buenas amigas, hemos tomado apuntes y vino, hecho la compra, decorado la casa por Navidad y por cumpleaños, hemos comprado champagne francés y chocolate belga, nos hemos abrazado casi cada noche, hemos tomado el sol, salido de la Part Dieu con más bolsas de las necesarias, hemos bebido chocolate caliente dentro de una manta, y hemos cogido el metro en la dirección equivocada… pero siempre habíamos regresado a casa.

Y ahora, sí… Europa es una aldea, el mundo es un pañuelo, la globalización, las redes, los vuelos baratos, el ciclo de la vida… también la luna, por qué no, que parece ser que es igual por todos lados…

Pero lo cierto es que chez nous ce n’est plus chez nous.


And that's all. And that's sad.

viernes, 18 de abril de 2008

Piezas antiguas


Relación de perogrulladas:


Pasa porque nunca pasó.
Las puestas de sol no pueden llegar antes de que el sol se ponga.
Hay asteroides más cercanos que tu barrio.
A alguien antes de mí le gustaban los pamplemousses.

Hablamos de una tarde, de ninguna en especial, una tarde con las mismas nubes y el mismo sol de siempre, con las mismas horas de siempre, con las mismas hormigas que se dirigen en la misma dirección al mismo hormiguero de siempre, una tarde cualquiera, a años luz de todo lo que importaba cuando importaba, como si fuese un extraterrestre en un pequeño pueblo de Huelva o un señor con boina paseando por la vía láctea, una tarde, decía, en la que te llega un abrazo que tenías que haber recibido hace mucho tiempo, porque así es Correos, mucho antes de las múltiples reencarnaciones que van ocurriendo en los meses impares, un abrazo que nunca estuviste dispuesto a recibir, un abrazo por siglos rechazado. En una tarde así, de esas excesivamente normales, las lagunas antiguas cobran sentido, y cada color es exactamente del color que tiene que ser, que no es el color aceptado socialmente de forma unánime sino el amarillo para el naranja y el amarillo para el amarillo. Sin presiones, de forma natural, que es la única manera en la que pueden crecer las marcas y los colores genuinos.

Los abrazos no son físicos pero pueden ser reveladores, reveladores de todos y cada uno de los puentes que otros han alzado, de los puentes de madera pequeños e inestables, de los largos puentes de chicle que no puedes cruzar solo, de los puentes que se van deshaciendo a cada salto. Y un abrazo de las antípodas que te haga abrazar de golpe a todos aquellos que hicieron puentes humanos gratuitos cuando una niña (contraria a un chupa chups, es decir, con más pies que cabeza) se afanaba en romperlos con minuciosidad y mimo, sólo crece en lo alto de un baobab, y no es divisable desde todos los ángulos sino que uno tiene que estar cercano a la boa que se traga un elefante. Veo justo citar aquí a El Principito:

“Cada día yo aprendía algo nuevo sobre el planeta, sobre la partida y sobre el viaje. Esto venía suavemente al azar de las reflexiones. "

Si han leído el libro se acordarán fácilmente de cuando El Principito llega al asteroide 325 y comienza a hablar con el rey, y le pide…

“-Me gustaría ver una puesta de sol... Déme ese gusto... Ordénele al sol que se ponga...

-Si yo le diera a un general la orden de volar de flor en flor como una mariposa, o de escribir una tragedia, o de transformarse en ave marina y el general no ejecutase la orden recibida ¿de quién sería la culpa, mía o de él?

-La culpa sería de usted -le dijo el principito con firmeza.

-Exactamente. Sólo hay que pedir a cada uno, lo que cada uno puede dar -continuó el rey. La autoridad se apoya antes que nada en la razón. Si ordenas a tu pueblo que se tire al mar, el pueblo hará la revolución. Yo tengo derecho a exigir obediencia, porque mis órdenes son razonables.

-¿Entonces mi puesta de sol? -recordó el principito, que jamás olvidaba su pregunta una vez que la había formulado.

-Tendrás tu puesta de sol. La exigiré. Pero, según me dicta mi ciencia gobernante, esperaré que las condiciones sean favorables.

-¿Y cuándo será eso?

-¡Ejem, ejem! -le respondió el rey, consultando previamente un enorme calendario-, ¡ejem, ejem! será hacia... hacia... será hacia las siete cuarenta. Ya verás cómo se me obedece.”

Quiero hablarles de un libro cuya existencia conozco hace apenas unos días. Un libro que casi da sentido a este blog. Las cosas primero pasan y después tienen sentido. A veces tardan años en tener sentido; a veces, hay que esperar menos. El libro se llama, en francés, Pamplemousse y lo escribió Yoko Ono en los años sesenta. Yoko Ono, además y antes de ser la mujer de John Lennon, parece ser que era bastante activa en el mundo del arte contemporáneo. No es fácil explicar de qué va el libro, más bien el contenido se va construyendo en nuestra cabeza mientras leemos. Son textos breves, sencillos, directos, de palabras pequeñas:

MIRROR PIECE

Instead of obtaining a mirror,

obtain a person.

Look into him:

Use different people.

Old, young, fat, small, etc.

En lugar de conseguir un espejo,
consigue una persona.
Mírala:
Utiliza personas diferentes:
Viejas, jóvenes, gordas, pequeñas, etc.

Las piezas del puzzle tardan en encajar, quizá porque no era tan obvio que cada fragmento estaba taaaaan repartido. Pero es agradable saber que se pueden seguir reuniendo piezas en una tarde cualquiera, piezas antiguas, de valor, honestas.

Si alguna persona (alta, chiquita, miope, de Marte o de algún asteroide) que lea esta entrada puede añadir algo más acerca del libro o de su autora le invito a que lo haga. Creo que mis explicaciones han quedado excesivamente vagas.

Intenten esto:

DAWN PIECE

Take the first word that comes across

your mind.

Repeat the word until dawn.

Coged la primera palabra que os venga
a la mente.
Repetidla hasta el amanecer.

Al amanecer me voy a Ámsterdam. Si me entero de algo interesante por allí prometo contarlo a la vuelta.

domingo, 13 de abril de 2008

Perspectivas


El ángulo desde el que se mira no es importante; lo es todo. Si miras la ciudad en uno de sus extremos desde un piso dieciséis corres el riesgo de creer que te la puedes guardar en el bolsillo del pantalón vaquero más ajustado. Hay un problema: si es de noche, la cosa quedaría convertida en una bolita negra con luces amarillas, y cuando tratas de encerrarla en el pantalón las bombillas crujen y se parten en pedacitos. Una de dos: o te quemas o te cortas. O los extremos de Fourvière se te clavan en la pierna.

No me digan que no es fácil querer meterse esto en un bolsillo y sacárselo en los momentos del día que están vacíos de paisajes: en el ascensor cuando todos los vecinos salen a trabajar a la misma hora y te arrinconan contra el espejo, en la cola del supermercado, en la plataforma del metro antes de que éste aparezca arrastrándose como un gusano, en clase de historia de Rusia, en las escaleras mecánicas,…

Si no manejas bien la perspectiva, puedes creerte que a la ciudad no le importa que tengas control sobre ella. Yo creo que no le importa; es más, yo creo que le gusta. Yo creo que yo no manejo bien la perspectiva.

En el piso más alto del segundo bloque de la derecha, donde hay una luz encendida en la terraza, esta noche ha habido una reunión de antiguas compañeras de facultad. La que vive en la casa está a punto de cumplir treinta y tres años y se ha pasado toda la tarde paseando su estrés por el balcón, temerosa de encontrarse con cuatro vidas perfectas paralelas a la suya (salvo por la perfección), o peor aún, con cuatro mujeres sin nada en común con esas compañeras de porros que se saltaban clases en el parque de la Tête d’Or. Hizo la compra antes de las dos, para evitar las aglomeraciones de sábado tarde, quitó del salón el jarrón que le había regalado su madre cuando alquiló el piso y puso en su lugar un póster de un grupo de música de finales de los 90, y escondió todos los DVDs que tuvieran como protas a Hugh Grant, Meg Ryan o Cameron Diaz.

No quería que pensasen que no sabía cocinar, que había dejado de ser moderna o que no tenía pareja.

Decidió que, saliese como saliese la velada, todo acabaría encajando con una enorme tarrina de helado de chocolate con trocitos de galleta. Es muy fácil sumergir con la cuchara los cambios obvios y desagradables de las demás, sacar cremosos recuerdos de color marrón, y masticar luego algunos cotilleos de terceros no presentes.

Llegaron todas juntas, así que la anfitriona comenzó por sentirse absurdamente desplazada. Se sentaron alrededor de la mesa del salón; si se afina bien la vista (y tiene una las lentillas puestas) se puede ver un ramo de flores en el centro. Las flores cambian según la oferta de la semana de la floristería de la esquina, así que mientras yo veía una oferta encima de la mesa las demás veían violetas. Lo es todo, el ángulo desde el que se mira. Ella trató de mirarlas desde todos los ángulos para encontrar en aquellas cuatro desconocidas algún rastro de sus amigas. El esfuerzo casi le impidió probar bocado. Es raro sentir como extrañas a personas con las que antes hacías trinchera frente a las personas extrañas.

Se derritió la esperanza de helado de chocolate:

Al médico de Sophie no le parecía una buena idea que ésta se llenara de dulces en su sexto mes de embarazo, Camille estaba a régimen, Julie tenía problemas de garganta desde que dejó de fumar, y Marion se había convertido en una estricta vegetariana.

Se fueron temprano. Había dejado de ser un problema el problema de que el metro dejase de funcionar a partir de medianoche porque ahora querían regresar a casa antes de medianoche.

El piso quedó como antes, sereno, como se aprecia en la foto.

Luego ella salió a la terraza, se tropezó con una maceta y apoyó los codos en la barandilla mientras las veía alejarse. Quise decirle que, cuando las viejas amigas dejan de comer helado de chocolate, una tiene derecho a quitarle el sustantivo al sintagma “viejas amigas” y quedarse sólo con el adjetivo.

Pero olvidaba que sólo yo la veo a ella. El ángulo, es vital el maldito ángulo. Es imposible manejar bien la perspectiva desde este ángulo.

jueves, 10 de abril de 2008

Apología de la relajación


El rigor es un peligro, cada día estoy más convencida de ello. Después de varios meses en el extranjero, he llegado a una importante conclusión:

Una de las diferencias más esenciales entre los españoles y el resto de Europa no es la paella ni los toros ni las chicas morenas, ni siquiera esa insufrible certeza de que cuando alguien dice a las cinco en Bellecour quiere decir a las cinco y veinte y un poquito más. Para describir la diferencia más fundamental, paradójicamente, me viene a la cabeza una expresión foránea: el “easy going” de los ingleses. Los españoles somos los más “easy-going” del planeta. En nuestro idioma sería algo así como un “aaaahhh, na pasa náaa, hombree”, abriendo mucho la boca en horizontal y aliñando todo con un movimiento de desplazamiento de la mano desde la mitad de la cara hacia fuera.

Veamos un ejemplo práctico, el supuesto de que nuestra maleta pese más kilos de lo permitido para el vuelo:

Aeropuerto de París: “mademoiselle, desolée pero su valise pesa dos quilos trescientos cuarenta y ocho gramos más de lo que permite la ley, ¿desea sacar alguna de sus pertenencias o pasar amablemente por la ventanilla de à côté a desembolsar ocho euros el quilogramo?

Aeropuerto de Sevilla: “ahhhh, niña, llevas un poquillo de sobrepeso (seis quilos), anda, cuidaillo en el avión.”

Otro rasgo, en cierta forma derivado, del “easy-going” del que hablaba antes: el rechazo que sentimos por la palabra NO.

Los españoles, de momento, decimos a todo que sí, y luego ya se verá. Que te invitan a una fiesta el viernes: “sí, sí, claro que voy, me llevo una botella de vino”, que tus compañeros de piso te preguntan que si vas a comer con ellos el viernes a las ocho: “síiii, cenamos juntos, yo pongo el vino”, que unos colegas de la facultad te proponen alquilar una peli para el viernes: “ahh, parfait, vosotros la alquiláis y yo compro vino”. Previamente, durante la semana ya habías dicho que sí a una celebración de cumpleaños, un partido de fútbol nocturno, y la inauguración de una nueva discoteca para extranjeros (todo, claro está, para el mismo viernes). Allí estaremos los españoles, aunque sea en espíritu. Después lo malo es que siempre, en alguna parte, falta vino. Un alemán, un polaco, un suizo, un austríaco, un inglés, incluso un francés te dirán, simplemente, no. Pero quizá nosotros nos creamos poseedores del don de la ubicuidad, o simplemente se trata de la aversión que nos produce la idea de querer privar al resto del mundo de nuestra fantástica presencia.

Si un, pongamos, austriaco, te dice que va a venir a tu casa a las nueve con una amiga es que va a venir a tu casa a las nueve con una amiga. Si un español te dice que va a venir a tu casa a las nueve con una amiga significa que puede venir, que puede no aparecer sin más, o que puede presentarse a las doce de la noche con siete colegas más.
Semos misteriosos.

No hace mucho un amigo alemán me contó algo curioso. Parece ser que, tiempo atrás, los científicos germanos se preguntaron cómo podía ser que, siendo los alemanes los más respetuosos con las leyes del mundo mundial y los que mejor y con más rigurosidad aplican las normas de tráfico, pudieran tener una tasa de accidentes y atropellos muy superior a la de Italia, un país mediterráneo (y, reconozcámoslo, con ciertas similitudes a mi nuestra España) en el que los conductores se pasan por el forro del abrigo las enseñanzas del libro de la autoescuela y, por ende, la mayoría de las señales de peligro, prohibición y límites varios. Después de un tiempo observando obviedades (no sé cuánto les llevó exactamente –no soy alemana-), se dieron cuenta de que, efectivamente, y para mayor sorpresa de las mentes del norte, los italianos se saltaban muchísimos más semáforos. Con un ligero matiz: cuando un italiano llega a un semáforo en verde, mira y, si no viene nada, pasa; si el mismo italiano llega a un semáforo en rojo, mira y, si no viene nadie pasa. Cuando un alemán llega a un semáforo en rojo, se para; si el mismo alemán llega a un semáforo en verde, continúa a la misma velocidad sin detenerse, así esté cruzando la infanta Leonor o Stephen Hawking en silla de ruedas. No es que los alemanes sean más malos que nadie, no. Lo que pasa es que no conciben que las otras personas puedan transgredir las normas, y están convencidos de que el significado de un semáforo en rojo es igual para todo el mundo. Podríamos decir que son demasiado serios, cuadriculados o de mente estrecha, pero de lo que verdaderamente pecan los alemanes es de ser unos optimistas empedernidos que creen en la inmaculada perfección del género humano.

Y, precisamente, eso de que nadie es perfecto es algo de lo que a los españoles no nos hace falta que nos convenzan.

Por eso yo, en aras de un mundo mejor, más tranquilo y más barato (al menos en los aeropuertos) me declaro firme defensora del easy-going, del laisser faire o de cómo cada uno quiera llamarlo. Y si el precio es no estar nunca segura de nada, tampoco es cosa grave: el misterio es una de las cosas más importantes de la planète, hasta un alemán debería poder reconocer eso.




Il est interdit d'interdire. Un ejemplo más de la inutilidad del rigor (en las calles de Viena)

martes, 1 de abril de 2008

Roquefort y chocolate

Porque si es posible comer roquefort con chocolate, también se pueden mezclar una canción de Sabina con un libro de Milan Kundera:


El libro, a pesar de que su autor era checo, fue escrito en francés con el título de L'ignorance, y en él se gastan letras y letras reflexionando sobre una palabra: la nostalgie. Dice, por ejemplo:


Les Tchèques, à côté du mot nostalgie pris du grec, ont pour cette notion leur propre substantif, stek, et leur propre verbe; la phrase d'amour tchèque la plus émouvante: stýská se mi po tobe: j'ai la nostalgie de toi.


Que Kundera me perdone, que voy a intentar traducir:


"Los checos, además de la palabra nostalgia tomada del griego, tienen para este concepto su propio sustantivo: stek, y su propio verbo; la frase de amor checa más emotiva: stýská se mi po tobe: tengo nostalgia de ti".


Plus leur nostalgie est forte, plus elle se vide de souvenirs. (...) Car la nostalgie n'intensifie pas l'activité de la mémoire, elle n'éveille pas de souvenirs, elle se suffit à elle-même, à sa propre émotion, tout absorbée qu'elle est par sa seule souffrance.


"Cuanto más fuerte es su nostalgia, más se vacía de recuerdos. Porque la nostalgia no aumenta la actividad de la memoria, no despierta los recuerdos, se basta a ella misma, a su propia emoción, tan absorta que sólo existe por su propio sufrimiento".


Otro extracto:


Toutes les prévisions se trompent, c'est l'une des rares certitudes qui a été donnée à l'homme. Mais si elles se trompent, elles disent vrai sur ceux qui les énoncent, non pas sur leur avenir mais sur leur temps présent.


"Todas las previsiones se equivocan, esa es una de las pocas certezas que ha sido dada al hombre. Pero si se equivocan, dicen la verdad sobre aquellos que las dicen, no sobre su futuro sino sobre su tiempo presente".


Y no sé por qué todo esto me recuerda a una de mis canciones favoritas de Joaquín Sabina:




http://es.youtube.com/watch?v=tVxLQppfnds


Si alguna vez he dado más de lo que tengo
me han dado algunas veces más de lo que doy,
se me ha olvidado ya el lugar de donde vengo
y puede que no exista el sitio adonde voy.


A las buenas costumbres nunca me he acostumbrado,
del calor de la lumbre del hogar me aburrí,
también en el infierno llueve sobre mojado,
lo sé porque he pasado más de una noche allí.

En busca de las siete llaves del misterio,
siete versos tristes para una canción,
siete crisantemos en el cementerio,
siete negros signos de interrogación.

En tiempos tan oscuros nacen falsos profetas
y muchas golondrinas huyen de la ciudad,
el asesino sabe más de amor que el poeta
y el cielo cada vez está más lejos del mar.

Lo bueno de los años es que curan heridas,
lo malo de los besos es que crean adicción;
ayer quiso matarme la mujer de mi vida,
apretaba el gatillo… cuando se despertó.

Con siete espinas de la flor del adulterio,
siete carreteras delante de mí,
siete crisantemos en el cementerio,
siete veces no, siete veces sí.

Me enamoro de todo, me conformo con nada;
un aroma, un abrazo, un pedazo de pan
y lo que buenamente me den por la Balada
de la Vida Privada… de Fulano de Tal.

Siete crisantemos en el cementerio,
siete despedidas en una estación,
siete crisantemos en el cementerio,
siete cardenales en el corazón.


Termino con otro fragmento del mismo libro:

Si j'étais médecin, j'établirais, sur son cas, ce diagnostic: "Le malade souffre d'une insuffisance de nostalgie."


Que viene a decir algo así como:

"Si yo fuera médico, el diagnóstico de su caso sería: el enfermo sufre de una insuficiencia de nostalgia"

A mí, esta canción de Sabina, siempre me ha parecido nostálgica.





La foto es de Praga, en honor al libro.