"A vida é o que fazemos dela. As viagens são os viajantes. O que vemos, não é o que vemos, senão o que somos."
Fernando Pessoa

lunes, 18 de febrero de 2008

Si el poeta eres tú


Feliz Cumpleaños a Manu (por adelantado porque las circunstancias lo requieren)



Digamos que el Ché era a Pablo Milanés lo que Manu es a mí.
Nota: el pajarito del vídeo no es culpa mía, pero bueno, después de todo las canciones son para escucharlas, y no para mirarlas.

domingo, 17 de febrero de 2008

Historia de un ascensor

Si no cada tarde, sí muchas tardes subía yo con ellos en el ascensor. Era una pareja joven, rondando los treinta años, que se paraba en el piso número doce, por lo que compartían conmigo tres cuartas partes del trayecto hasta mi casa, que no es poco. Él tenía el aspecto de un hombre amable y cansado. Ella era rubia y, ahora que caigo, puede que tuviese unos cuantos años menos que él. “Llegan juntos pero no vienen juntos”, creo que algo así fue lo que pensé. Intercambiamos algunos “bonjours” y otros tanto “bonne soirée” y, en principio, no despertaron mi curiosidad como sí lo habían hecho otros habitantes del bloque. Mi curiosidad, efectivamente, se estimuló el día en que subí con él sola en el ascensor (ya se sabe eso de que no es noticia “perro-muerde-hombre” y que sí lo es “hombre-muerde-perro”). Nuestra soledad ascensorial se volvió habitual hasta el martes pasado, día en que rompió la cotidianeidad al entrar en el ascensor con un amigo. Comenzaron a hablar y, hasta ese momento, no supe que él no era francés, y que nunca lo había sido. Fue entonces cuando caí en la cuenta de que ellos dos jamás habían hablado en mi presencia en ninguna de nuestras subidas. Ese día, él contaba a su amigo (imaginé) aventuras de algún viaje, porque había puesto ojos como de recuerdo. Su compañero le escuchaba atento y, yo no sé en qué hablaban, algo peor que el alemán, pero la frase que provocó el silencio de ambos y que acabó de un tajo con la conversación, a mí me pareció entenderla, a mí me pareció que él dijo algo así como: “Cuando estaba con ella, hasta me olvidaba de hacer fotos, y eso que el escenario era inmejorable”.



Cuando estaba con ella, hasta me olvidaba de hacer fotos, y eso que el escenario era inmejorable.
Pero una mañana ya no estaba. Había dejado la taza azul del desayuno junto al fregadero, y comprendí que nunca regresaría cuando observé que la había llenado de agua hasta arriba.
En cierto modo, lo esperaba. Pero, igual, sentí el tic tac del reloj de pared de nuestro salón golpearme en las sienes y, por primera vez, tuve plena conciencia de que el paso del tiempo era más lento que doloroso.
Irremediable es algo que no se puede remediar, pero ahora estoy buscando en alguno de sus diccionarios la palabra para nombrar lo que no se quiere remediar. A veces era el movimiento de sus manos alisando la mesa lo que me impedía comenzar a llevar a cabo las maniobras básicas para salvarnos. Otras veces abría la boca, movía los labios, soltaba palabras, tomaba aire para no ahogarme, y caía derrotado por el esfuerzo.
He quitado su champú de reflejos dorados de la bañera. Ahora recuerdo que en su pelo se multiplicaba por cinco el olor de su cuerpo, un olor a especias y a exposición de muebles nuevos.
Nuestras últimas conversaciones ni siquiera estallaban. El salón nos tomaba de la mano como a dos niños pequeños y respirábamos aire de globo, incapaz de renovarse. Ella no quería mirarme y yo nunca la miraba porque no quería que supiese lo mucho que deseaba mirarla. Entonces yo, con la vista fija en el sofá rojo que tanto nos había costado elegir, le preguntaba qué libro tenía ahora entre las manos. Se lo preguntaba porque sabía que de esa forma conseguiría atraer su mirada, aunque fuese una mirada arrogante. Y me contestaba despectivamente, como si el hecho de que yo no hubiera leído su libro me colocase automáticamente en otra dimensión distinta a la suya. Y entonces decía “no es nada”, sin tomarse siquiera la molestia de explicarme, regodeándose aún más en su convencimiento del caso perdido que yo era. O sonreía pedagógicamente y se aclaraba la garganta cuando preguntaba el título, o una pequeña sinopsis, cuando me empeñaba en demostrarle que yo no era tonto, aunque no perteneciese a su mundo.

Allí es donde se ha ido ahora, y me ha dejado la inquietante taza junto al fregadero. Y me ha dejado la marca de su barra de labios en el borde, a sabiendas de que yo la vería y la rozaría con los dedos, y trataría de posar mis labios en el mismo trozo de porcelana, como ahora estoy haciendo. Siempre dejándolo todo bien atado, a pesar de que hayamos dejado de mirarnos hace demasiado tiempo. Pero siempre le gustó jugar, y a mí siempre me gustó seguirle el juego.

jueves, 14 de febrero de 2008

Quand on est con, on est con (cuando se es tonto, se es tonto)

Quand on est con, on est con (cuando se es idiota, se es idiota), una de las grandes e irremediables verdades del universo que nos cantó un día George Brassens, alguien así como un trovador graciosillo y nada con de la France d’antan. Cuando digo d’antan me refiero a que fue en la decadencia de la segunda gran posguerra, allá por los años 50, cuando Brassens comenzó a hablar al mundo de relaciones humanas y de problemas sociales con letras inteligentes cargadas de ironía. Dicen de él que era reservado y que le gustaba estar solo, un rasgo que cada vez me semble más una virtud, aunque sólo sea por hallarse en un peligro de extinción más probable que el lince ibérico. Hasta que no le pidieron que cantase sus canciones, él sólo escribía las letras. Debió pensar quizá que su voz sólo era válida en el ámbito doméstico, pero lo que no sabía era que estaba inaugurando la era de los cantautores, era en la que la voz, para cantar, al final es lo de menos. De todos modos, Brassens, más que nada, era poeta (recibió el Premio de Poesía de la Academia Francesa).

A George Brasses le enviaron a Alemania en el 43, con el Servicio de Trabajo Obligatorio que había montado el gobierno de Vichy para proveer de mano de obra a los alemanes; en el 44 volvió a Francia de permiso y no regresó jamás. Una pareja le escondió en su casa, donde se quedaría hasta 1966. A ellos les dedicó varias canciones ("La cane de Jeanne" o "Chanson pour l'auvergnat") y será en ese hogar, rodeado de múltiples gatos a los que adora, donde compondrá gran parte de su repertorio. Y esto lo hará, bien sur, a su manera : sin ayuda de la guitarra que luego llevará siempre entre las manos, y sin ningún tipo de conocimientos de solfeo, Brassens compondrá sus melodías sin importarle un pimiento el respeto de las reglas de la escritura musical. Con el texto en mente, hará nacer el ritmo de la canción golpeando con sus puños en las esquinas de las mesas.

Anarquista, anti religioso, rebelado contra una sociedad que consideraba hipócrita y con un desprecio absoluto por las convenciones sociales, sus letras van a escandalizar al comienzo a un público que aún no estaba acostumbrado a que hablasen sobre ellos, y aún menos, a que hablasen mal. Pero pronto, y muy a su pesar, se convertiría en un cantante bastante popular y reconocido por todos. Los franceses lo idolatran, dicen, por su simplicidad, por ser impertinente pero no provocador, por retratarles sin piedad pero con ternura al fin y al cabo. Y también llegó al público español, aunque allí, como siempre ocurre, llegó traducido. De ello se encargaron, entre otros, Paco Ibáñez, que versionó una de las canciones más famosas: La mala reputación ("La mauvaise réputation") o Javier Krahe que hizo lo propio con, por ejemplo, La Tormenta ("L'orage").

Mi colloc francesa fue la que despertó mi curiosidad cuando me dijo que la chanson Les copains d'abord es la más bonita que conoce sobre la amistad. Comencé así a indagar en su biografía y, como suele ocurrirme, se me olvidó qué buscaba. Quizás cosas como que sólo tuvo una mujer de su vida, una chica de Estonia llamada Joha Heiman. Por común acuerdo, nunca vivieron bajo el mismo techo, pero permanecieron juntos hasta la muerte del cantante. Él la llamaba Püppchen (que en alemán quiere decir “pequeña muñeca”) y de ella dirá: Ce n'est pas ma femme, c'est ma déesse (“no es mi mujer; es mi diosa”).

Y, ya metida en materia, como hoy es 14 de febrero y llevo varios días con un empalago de corazones de chocolate en las patisseries, indigestión de rosas rojas en las floristerías, hartazgo de ofertas de viajes de enamorados en las agences de voyages y empacho de menús especiales para dos en los restaurants, tenía dos opciones: o morirme de sobredosis de azúcar o sucumbir; y he sucumbido: me he vestido entera de rojo y os estoy dejando esta canción de George Brassens que se llama Les amoureux des bancs publics.

http://www.youtube.com/watch?v=UlmyNpn_mnc

Les amoureux qui s'bécott'nt sur les bancs publics
Bancs publics, bancs publics
En s'fouttant pas mal du regard oblique
Des passants honnêtes
Les amoureux qui s'bécott'nt sur les bancs publics
Bancs publics, bancs publics
En s'disant des "Je t'aime" pathétiques
Ont des p'tit's gueul' bien sympatiques


Pero bueno, dejando a un lado esto que llaman el día de los enamorados y a mi (por otra parte, querida) compañera de piso inglesa deseándonos a todos un Happy Valentine, yo lo que quería remarcar hoy es que, como dice George Brassens, quand on est con, on est con. Et c’est tout.
Animo a que se le eche un vistazo, apenas dos minutillos. Aunque sólo sea por escuchar dos conceptos inmejorables: con caduque y con débutant, creo que se entienden bien. Lo que viene a decir es una perogrullada tan sabia... que qué más da que se tengan 20 años o 60, que cuando se es tonto...

lunes, 4 de febrero de 2008

Rencontre fortuite

Foto tomada por Fino


-¿Te imaginas que un día, avec le temps qui passe, nos encontramos casualmente en París?

- ¿Cómo sería?

- Tú saldrías de una boulangerie de Montmartre con un croissant crujiente entre las manos. Fuera estaría lloviendo, pero no tanto como para abrir el paraguas que siempre olvidas. Se te caería algo al suelo, como habitualmente. Un boli, los guantes, unas llaves…

- Tú habrías ido a Montmartre a visitar a un amigo, porque ese no es tu barrio ni tu quartier. El piso alquilado en el que vives daría a los jardines de les Tuleries, aunque en el fondo prefieres Montmartre porque está en una colina. Estarías caminando, leyendo en Le Monde un estudio de una universidad norteamericana que ha descubierto que de cada cien canciones que salen nuevas al mercado, ochenta y cinco contienen la palabra amor. Y estarías pensando que el mundo es tonto, y triste, y previsible.

- Entonces tú te agacharías para recoger las llaves o los guantes, pero se te caería otra cosa al suelo, quizás tu gorra, y se te estropearía en el pavimento sucio y mojado de París.

- Sí, de la rue Pizay. Y tú pensarías “qué desastre de chica”, y te detendrías delante de mí, pero no por curiosidad ni para ayudarme, sino para poder seguir pensando que qué desastre de chica, pero parado.

- Al principio no me reconocerías. O, mejor, no te reconocería yo a ti. Quizás porque tendrías el pelo corto, o liso, o rizado y quizá por eso no te reconocería.

- Tú habrías cambiado de abrigo y me preguntarías qué hacía yo en París. Yo no sabría qué responderte y me reiría, porque ese es el gesto más fácil cuando no sabes algo o se te olvidan las cosas.

- A esas alturas ya estaríamos los dos empapados.

- Y, quizás, en lo que dura un pestañeo, con los ojos cerrados imaginaríamos que estábamos en alguno de los puentes de Lyon.

- Pero no te lo diría.

- Yo a ti tampoco.

- Yo miraría tu croissant y si había cambiado tu forma de mover las manos, y trataría de adivinar en tu bolso o en tu ropa si estabas de paso, si venías sola o si tendrías el tiempo y las ganas de tomar un café conmigo.

- Pero no te atreverías a decírmelo y dudarías porque sabrías que en la mesa te aguardaría una avalancha de preguntas espesas para mojar en la taza. Así que sería yo la que acabaría invitándote a ti, porque, al fin y al cabo, mi croissant se me estaría mojando.

- Y yo aceptaría irreflexivamente. Pero no a un café a la francesa. Sólo a un café. Para que no hubiera nada que pudiera ser previsible.