"A vida é o que fazemos dela. As viagens são os viajantes. O que vemos, não é o que vemos, senão o que somos."
Fernando Pessoa

jueves, 27 de marzo de 2008

Una casa amarilla con ventanas verdes


La madre de ella le dio las gracias a Dios cuando la tuvo en un hospital más abajo de Despeñaperros, hace ahora veintitantos años. Pongamos que la bautizaron como María.
María tiene el pelo y los ojos oscuros y una forma clara de decir las cosas.

Él fue a nacer, Alá mediante, en tierras agitadas, no muy lejos del desierto donde los cactus crecen hacia arriba y dicen de las puestas de sol que son espectaculares. Él miraba puestas de sol en la época en la que ella salía a las calles a ver las cruces de mayo, en esa etapa de adolescencia en la que uno aún no sabe lo mucho que está añorando la lluvia. La lluvia no era frecuente en ninguno de los dos lugares donde cada uno iba viendo alargarse sus brazos y sus piernas, así que ambos decidieron ir a buscarla por algún otro lado, quizás al norte de un país del norte. Desde distintas latitudes, en busca de una gota de agua.

Coincidieron demasiado. A ella le recordó un tiempo lejano interrumpido y trató de enlazarlo como pudo, y le salió. Él había conocido a muchas chicas morenas, pero ninguna de ellas le había dejado hablar tanto a la vez que le tapaba la boca con la mano. Él no se cansaba de narrar cuentos ni ella de escucharle. Pero no se dieron cuenta de la hora que era y de pronto se les hizo tarde. Ya habían cumplido su misión, habían guardado lluvia en unas cestas y ahora tocaba transportarla. Ella vio su perfil de nariz puntiaguda y tostada alejándose con un billete de ida. Afortunadamente, los brazos que la esperaban a ella eran cálidos, conocidos y confortables (pero no eran los de él ni sabían contar historias de desiertos).

A ella a veces le apetece volverse invisible, por eso se tapa los ojos como un niño pequeño, para que los demás no la encuentren. Dice que está bien vivir como si nunca fuese a ser mañana y como si nunca hubiese sido ayer. Está convencida de que su Dios no ha cruzado los caminos de un árabe y una andaluza porque estuviese aburrido y que si Él cree que es bueno para ellos lo volverá a hacer. Tanta vida de bautizos, comuniones y catequesis no puede acabar en esto.

Él piensa que su Alá no les puede fallar, tantos años de ramadán para nada no parece posible.

A mí, que a estas alturas tengo poco remedio, me da por creer más en las casualidades. Pero probablemente ella y él tengan mucha más razón que yo. Y quién sabe si los dos dioses no podrán unir sus fuerzas y hablando, pongamos, en francés, darle una vuelta de tuerca más al planeta para que caigan de nuevo a no más de un kilómetro de distancia en alguno de sus rincones.

Hace poco hablábamos ella y yo. Yo buscaba algo que decir pero sólo encontraba la imagen de una película opaca en la cabeza que va desenchufando conexiones neuronales. Sin eso, no podríamos ni siquiera lavarnos los dientes o bajar la basura.

Ella me dijo, primero:
“Como siempre, nunca es posible”

Más tarde:
“No te preocupes,
no es fácil suicidarse en silencio”

Y luego, como si se hubiese olvidado de todo lo anterior, me habló de una casa amarilla con ventanas verdes… creo.


lunes, 17 de marzo de 2008

Como nunca




Una foto en la garganta y una pregunta atrapada en el nuevo papel pintado de la pared. Los pasos no pueden sino ser torpes, si una mano se agita en el aire cualquier nacionalidad es capaz de entender el significado del movimiento, aunque vaya sin pañuelo. Las lagunas del parque de la Tete d’Or no son mejores que las de la cabeza. Ni tampoco peores. El agua… el agua siempre se repite, el agua es tan fascinante porque no tiene forma, porque prefiere adaptarse al recipiente que la contenga en cada momento. El agua está compuesta de dos sustancias gaseosas: oxigeno e hidrógeno, un volumen de oxigeno por dos de hidrógeno; y su fórmula química es el H2O (Huellas 2ificables desde Octubre). No es tan raro que los sueños se llenen de fórmulas y de agua, digo los de verdad, los que suceden de noche. Los colores se transpapelan, digamos que se corren con el agua salada, y es importante buscar cuáles son los que pegan y los que se matan. No hay que matar a nadie, ni siquiera si tienes un revólver en una caja azulada debajo de tu sofá, que es el arma que utilizan para matar los que carecen de un solo gramo de imaginación (el revólver, no el sofá). Y no sólo es posible matar a las personas, hay muchísimas cosas susceptibles de ser asesinadas, con botellas de leche o con palabras, y de esa forma no hay forma (valga la redundancia) de extraer bala alguna de sitio alguno. Porque la leche y las palabras impregnan la raíz de lo que se desee matar, y se va absorbiendo todo hasta llegar al núcleo, como si fuese LSD. Ácido, ácido como el limón en el pescado. Los pescados, por cierto, son tontos, incluso los peces lo son. Tienen memoria de pez y se pasan el tiempo (magnitud física que permite ordenar la secuencia de los sucesos, estableciendo un pasado, un presente y un futuro, y cuya unidad en el Sistema Internacional es el segundo) chocándose contra un cristal. Los peces, estoy segura, tienen conversaciones bobas (si son besugos, de besugos, claro). Imagino una charla entre dos peces:
- La respuesta es sí.
- No he hecho ninguna pregunta.
- Bueno, pues la respuesta es sí.
- Y yo no tengo ni idea de cuál puede ser la pregunta.
Por ejemplo.
Por ejemplo, ahora que tenemos tiempo (duración de las cosas sujetas a mudanza), vamos a contar… obviedades:
Obviedad número uno: la clave para aprender a escribir es cocinar.
Obviedad número dos: la clave para aprender a cocinar es escribir.
Obviedad número tres: la clave para no equivocarte es equivocarte.
Obviedad número cuatro: los tapones de corcho se expanden cuando quedan liberados del cuello de la botella.
Obviedad número cinco: la clave para ver es mirar.

Obviedad madre: las obviedades hay que decirlas cuando hay tiempo (época durante la cual vive alguien o sucede algo).

Silvio Rodríguez toca la guitarra (http://www.youtube.com/watch?v=MuoDJp-8RSk):
“No hay nada aquí,
sólo unos días que se aprestan pasar,
sólo una tarde en que se puede respirar,
un diminuto instante inmenso en el vivir,
después mirar la realidad… y nada más…”

Pero “nada más” es demasiado. Habría que llamar a la policía. Habría que llamarla para detenerla, o para que detuvieran las esferas que están llenas de llamas que tiemblan y que aparecen de forma inesperada, como las tiendas de marionetas en Praga o las canas en la cabeza. Como si existiese una chimenea y se pudiera estar junto al fuego ahora que va a comenzar la primavera. Precisamente, ahora que va a comenzar la primavera, c’est nul de mourir en printemps (es un poco imbécil morirse en primavera), que repetían en una canción que escuché por la radio el otro día. No hay nada como hablar en voz alta para no tener que hablar en voz baja.


Goofy acaba de decirle a Mickey:


"Avant de prononcer ma sentence, avez-vous quelque chose à dire?"


Mickey siempre fue más inteligente:


"Sans être mauvaise langue, il n'y a aucune idée de la stratégie à adopter"



Parece que es como siempre pero en realidad es como nunca: y esta entrada parece estar escrita por un pez sumergido en H2O.

martes, 11 de marzo de 2008

Días de lluvia


“Llueve,
detrás de los cristales, llueve y llueve
sobre los chopos medio deshojados,
sobre los pardos tejados,
sobre los campos, llueve (…)”


La lluvia debería poder escribirse. Creo que el desasosiego de la lluvia tiene que ver con la impotencia de escuchar caer las gotas una a una y no poder hacer nada por ellas, ni obligar a alguien a escribirlas para que, al menos, logren seguir vivas en algún sitio. En Lyon, la lluvia no se parece en nada a los violentos y rapidísimos chaparrones que son habituales en el lugar de donde vengo. Aquí la lluvia es lenta, paciente, y creo que es más mayor.

Y es un

toc
toc
toc
toc

A mí me parece que alguien está tratando de cazar alguna historia con una máquina de escribir, pero sin mucho ánimo, y se le va escurriendo en cada tecla:

toc
toc
toc

Y tengo ganas de agarrar las manos de quienquiera que esté intentando lloverse en el papel y dar un poco de ritmo a las pulsaciones, y hacer una lluvia joven, parecida a la de Sevilla. Pero el empeño por agarrar las historias y que no se escapen no sé si es más complicado que intentar controlar la velocidad de la lluvia.

“Llueve
sobre la arena, sobre el techo
el tema
de la lluvia:
las largas eles de la lluvia lenta
caen sobre las páginas (…)”

(Neruda)

Es curioso: a veces, las historias de papel se rebelan y adquieren autonomía y uno va luchando con las palabras, con las letras, coges a una té del palo de arriba y la reconduces y mientras se va colando un puñado de efes y no puedes prestarle atención a todas a la vez, así que las dejas hacer. Es una paradoja que sea más fácil imponer tu disciplina a las historias de verdad que a las otras, o a lo mejor es que lo que escribes es lo de mentira pero comienza a parecer más real que lo real, o a lo mejor es que primero escribes y luego es verdad, antes que primero ocurre y luego lo escribes. Y es que, si no se puede comprobar, ¿qué más da que sea verdad o mentira? Con que sea verdad durante un minuto ya es bastante. Y es verdad cuando se lee. De verdad.

Igual pasa con la lluvia. ¿Cuándo se puede decir que llueve? Ayer caía agua del cielo (eso que es azul y a veces tiene nubes y está encima de nuestras cabezas), pero espaciada, sin decisión, y alguien miró hacia arriba y dijo: “llueve”, y otro alguien le respondió: “esto no es lluvia”. Eso me recordó al título de un poema (lo vi hace poco en una sinagoga de Praga) que una niña judía de ocho años había escrito en su cuaderno antes de morir en Auschwitz:

It all depends on how you look at it

Pues claro, eso ya se sabía, me diréis, y es cierto, nada puedo hacer, hoy es día lluvioso y de clichés. A veces pienso que al planeta le falta un poco de absoluto y de determinación en la lluvia. Sobran relativismos y días soleados, quizá no aquí y ahora, pero sobran. Dicen por ahí que el problema de esta era es y será (cada vez más) la escasez de agua. Yo creo que hay dos: la escasez de agua y de certezas.

“Bruscamente la tarde se ha aclarado
Porque ya cae la lluvia minuciosa.
Cae o cayó. La lluvia es una cosa
Que sin duda sucede en el pasado.

Quien la oye caer ha recobrado
El tiempo en que la suerte venturosa
Le reveló una flor llamada rosa
Y el curioso color del colorado (…)”

(Jorge Luis Borges)

Si la lluvia de Lyon fuera música sería jazz, si fuera una ciudad de las que existen sería Cracovia, si fuese un cuadro sería alguno de Chagall y si fuese un día sería hoy. Y si fuese un cuento sería uno largo, sin capítulos, con muchas páginas y letras grandes, sin clímax, con ilustraciones en blanco y negro y final incierto (o abierto, que le dicen ahora). El punto en donde uno debe empezar a preocuparse es cuando las gotas de lluvia dejan de ser segundos para convertirse en minutos. Ahí sí, la cosa es grave.

Recomendación para hoy: un chubasquero.

sábado, 1 de marzo de 2008

Subjetividades

No todas las opiniones son igualmente válidas, heuresement por cierto. La democracia es sólo una teoría. No todo el mundo puede opinar de todo, aunque se haga con más frecuencia de la deseada, por eso uno nunca puede hacer caso a todo el mundo. Pero hay veces en las que se hace oídos sordos de forma terca y no se escucha ni al más docto en la materia, y uno tiene necesidad de ver, tocar, palpar, oler y escuchar lo que te cuentan las piedras.

Yo tengo un amigo que es toda una eminencia en lo que a apreciar la belleza de las cosas se refiere. Yo tengo un amigo cuyo juicio en estos temas (para mí) son quasi sagrados. Ese amigo apostaría su vida afirmando que el puente Karlov de Praga es el más maravilloso de todo el planeta, y así me dijo y me repitió, aún sabiendo a partes iguales de mi afición por los puentes y de mi escepticismo.

Yo, por supuesto, no le creí. Y no le creí porque su historia estaba cargada de subjetividad, porque su puente de Praga estaba vivo y tenía una forma moldeable y tenía nieve y nostalgia y un aire pálido del norte.

No le creí y ahora soy yo la que apostaría mi vida jurando y perjurando por el puente Karlov de Praga. Decir que es el puente más amable del mundo sería no hacerle justicia. Pero la vida no es justa y no voy a prohibirme decir que es el puente más amable por el que nunca he pasado y el que más me ha sonreído. Por eso ha sido al que más he mirado, incluso cuando estaba en él. Pero ahora soy yo quizá la subjetiva, aunque he de excusarme: no es culpa mía; además de todo lo anterior, este puente es también el más subjetivo del mundo.

Y quién sabe si no es eso lo que hace mágico al puente, el hecho de que uno no pueda deshacerse de su gran subjetividad de tela de araña, una subjetividad que cae de arriba como una lluvia pesada cuando pasas por una de las torres que vigilan cada uno de los extremos del puente, como nubes espesas y gelatinosas que te envuelven, que te vuelven pesado, torpe en los movimientos, como una película antigua a cámara lenta, y no puedes, no puedes llegar al otro extremo, pero tampoco quieres, no hay prisa, ese puente no tiene reloj, ni siquiera tiene uno de esos calendarios que se ven cada vez más delgados y que dan miedo.

Y tengo otro amigo que, mirando al río Moldava, estuvo de acuerdo con mi amigo anterior. Tengo un amigo que ajustó su paso al del tiempo del empedrado. Ese amigo me preguntó, entre estatuas oscuras, qué era exactamente lo que me fascinaba de los puentes. No sé cómo se atrevió, él fabricaba la mitad de la subjetividad del puente.

Tengo también más amigos, no se crean, tengo algunos que hasta se evaporaron y jugaron con las direcciones y las manecillas del reloj que no existe. ¿He dicho ya que, cuando el cielo entero de Praga se llena de tormenta el puente Karlov no se moja? Pero los relámpagos siguen brillando desde allí, y a los truenos se les escucha, claro. Pero quand même.

En el puente Karlov hay una treintena de estatuas que se van ennegreciendo con capas de los trocitos de historias que los paseantes quieren buenamente dejar por allí. La escultura más antigua es la de San Juan Nepomuceno, un mártir de quien cuenta la leyenda que, tras caer en desgracia con el rey Venceslao IV, fue arrojado al río allá por el siglo XIV. El lugar de donde fue arrojado al agua está marcado hoy por una cruz arzobispal de latón colocada en la barandilla. Se dice
que, si se pone la mano sobre la cruz de modo que cada uno de los dedos toque una estrella, se cumplirá un deseo.


Los deseos se los hace uno mismo, me dijo alguien un día. Los deseos requieren esfuerzo y hay que fabricarlos, que amasarlos, que dedicarles tiempo y ganas.

Menuda estupidez. Los deseos se piden. Y luego se les espera, y a veces, se les espera y se les espera, y, a lo peor, o a lo mejor, se les olvida.