"A vida é o que fazemos dela. As viagens são os viajantes. O que vemos, não é o que vemos, senão o que somos."
Fernando Pessoa

sábado, 1 de marzo de 2008

Subjetividades

No todas las opiniones son igualmente válidas, heuresement por cierto. La democracia es sólo una teoría. No todo el mundo puede opinar de todo, aunque se haga con más frecuencia de la deseada, por eso uno nunca puede hacer caso a todo el mundo. Pero hay veces en las que se hace oídos sordos de forma terca y no se escucha ni al más docto en la materia, y uno tiene necesidad de ver, tocar, palpar, oler y escuchar lo que te cuentan las piedras.

Yo tengo un amigo que es toda una eminencia en lo que a apreciar la belleza de las cosas se refiere. Yo tengo un amigo cuyo juicio en estos temas (para mí) son quasi sagrados. Ese amigo apostaría su vida afirmando que el puente Karlov de Praga es el más maravilloso de todo el planeta, y así me dijo y me repitió, aún sabiendo a partes iguales de mi afición por los puentes y de mi escepticismo.

Yo, por supuesto, no le creí. Y no le creí porque su historia estaba cargada de subjetividad, porque su puente de Praga estaba vivo y tenía una forma moldeable y tenía nieve y nostalgia y un aire pálido del norte.

No le creí y ahora soy yo la que apostaría mi vida jurando y perjurando por el puente Karlov de Praga. Decir que es el puente más amable del mundo sería no hacerle justicia. Pero la vida no es justa y no voy a prohibirme decir que es el puente más amable por el que nunca he pasado y el que más me ha sonreído. Por eso ha sido al que más he mirado, incluso cuando estaba en él. Pero ahora soy yo quizá la subjetiva, aunque he de excusarme: no es culpa mía; además de todo lo anterior, este puente es también el más subjetivo del mundo.

Y quién sabe si no es eso lo que hace mágico al puente, el hecho de que uno no pueda deshacerse de su gran subjetividad de tela de araña, una subjetividad que cae de arriba como una lluvia pesada cuando pasas por una de las torres que vigilan cada uno de los extremos del puente, como nubes espesas y gelatinosas que te envuelven, que te vuelven pesado, torpe en los movimientos, como una película antigua a cámara lenta, y no puedes, no puedes llegar al otro extremo, pero tampoco quieres, no hay prisa, ese puente no tiene reloj, ni siquiera tiene uno de esos calendarios que se ven cada vez más delgados y que dan miedo.

Y tengo otro amigo que, mirando al río Moldava, estuvo de acuerdo con mi amigo anterior. Tengo un amigo que ajustó su paso al del tiempo del empedrado. Ese amigo me preguntó, entre estatuas oscuras, qué era exactamente lo que me fascinaba de los puentes. No sé cómo se atrevió, él fabricaba la mitad de la subjetividad del puente.

Tengo también más amigos, no se crean, tengo algunos que hasta se evaporaron y jugaron con las direcciones y las manecillas del reloj que no existe. ¿He dicho ya que, cuando el cielo entero de Praga se llena de tormenta el puente Karlov no se moja? Pero los relámpagos siguen brillando desde allí, y a los truenos se les escucha, claro. Pero quand même.

En el puente Karlov hay una treintena de estatuas que se van ennegreciendo con capas de los trocitos de historias que los paseantes quieren buenamente dejar por allí. La escultura más antigua es la de San Juan Nepomuceno, un mártir de quien cuenta la leyenda que, tras caer en desgracia con el rey Venceslao IV, fue arrojado al río allá por el siglo XIV. El lugar de donde fue arrojado al agua está marcado hoy por una cruz arzobispal de latón colocada en la barandilla. Se dice
que, si se pone la mano sobre la cruz de modo que cada uno de los dedos toque una estrella, se cumplirá un deseo.


Los deseos se los hace uno mismo, me dijo alguien un día. Los deseos requieren esfuerzo y hay que fabricarlos, que amasarlos, que dedicarles tiempo y ganas.

Menuda estupidez. Los deseos se piden. Y luego se les espera, y a veces, se les espera y se les espera, y, a lo peor, o a lo mejor, se les olvida.




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