"A vida é o que fazemos dela. As viagens são os viajantes. O que vemos, não é o que vemos, senão o que somos."
Fernando Pessoa

viernes, 24 de octubre de 2008

Hormigas

A las siete de la mañana, el frío no se llama así. Baja rápido la colina que el aire corta hacia arriba, y es como si te estuvieses sumergiendo en el vapor de ducha de un iglú. Las aceras sinuosas más idiotas te obligan a cruzar al menos cinco veces la calle para poder seguir hacia delante, y a veces hay que esperar hasta cinco veces para poder cruzar, casi es el mismo coche el que te paraliza en los cinco bordillos. Y entonces tienes que sacarte cinco veces las manos de los bolsillos. Como hormigas en fila india marchando hacia el hormiguero, así tiene que verse desde arriba, o desde un satélite, o desde el café de la esquina, donde el señor de la chaqueta oscura lee el periódico con el ojo derecho y mira los obligados cambios de acera con el izquierdo, sentado a la temperatura matinal de la colina. A los ejecutivos, el frío les despierta. La crisis es mucho peor, dónde va a parar.

Las pipas de girasol de estas hormigas urbanas que van bajando la cuesta son carpetas de apuntes, maletines misteriosos, libros pesados húmedos del relente, y hormiguitas más pequeñas con mochilas colgadas y manitas que no quieren ser llamadas pipas por más tiempo. Son aprendices de hormigas. Son hormiguitas.


El hormiguero en el que todas desaparecen tiene cuatro líneas, cada una de un color. En el metro, las hormigas miran al suelo, porque si hay algo peor que ver a otras hormigas a las siete de la mañana es ver a los que aún no se han convertido en hormigas o a los que dejaron de serlo. O a los que nunca lo fueron, porque la pregunta de ¿y qué fueron? provoca temblores nerviosos. Una chica lee a Hemingway en francés (obvio): L’étrange contrée. Una mujer se deja zarandear por los vaivenes del hormiguero sin levantar la vista del 20 Minutes. Las más conmovedores son las hormigas convencidas de que son otro tipo de insectos: llevan cascos enormes bajo los que esconden la parte de su
cabeza que el probable flequillo deja libre y escuchan música incrustándose casi en el suelo, para evitar cualquier estímulo externo en donde puedan ver reflejadas las convencionales hormigas que son.



A veces he buscado si existen carteles donde se lea algo así como “prohibido observar”. Defense d’observer.

En el tranvía, una vieja lleva una bufanda enrollada al cuello que le sube por la cabeza como una serpiente. Su mirada, que no es de hormiga pero que tampoco observa, habla de un frío resignado, de un frío d’ailleurs. No es aquí donde había planeado pasar su vejez, no en el T1 direction Porte des Alpes sintiendo el viento helado del río en sus manos arrugadas.

En la próxima parada, en esa que siempre hay prisa por bajarse, un anciano, que más que anciano es viejo en el mejor sentido de la palabra, sube al tranvía con una sonrisa que le alisa la cara. Su tarjeta del metro no quiere salir del bolsillo de sus pantalones grises, tiembla como un flan al lado de su pierna. Qué difícil es pasarla por el lector cuando la mano sacude la tarjeta como si fuese una maraca, y abre más su sonrisa mientras lo intenta, una sonrisa de disculpa a todas las miradas bajas que viajan con él en el tranvía. Qué suerte tener la mirada alta y una sonrisa en la boca, aunque te tiemblen las manos. Quiero ponerme delante de él, perder el equilibrio como tantas veces me pasa en la curvas del tranvía, y demostrarle que yo también tiemblo. Colocarle una hilera de hormigas en frente y enseñarle que no hay ni una sola que no esté temblando, quizá no en las manos, otros temblores más terribles, que de verdad que no hace falta que esconda usted su mano en el bolsillo porque a todas las miradas vacías con las que se cruza les tiembla la barbilla, o debería temblarles.

El horóscopo del tranvía dice de “Taureau”: une surprise viendra de l’étranger.

Ojalá que la sorpresa sea un gorro de lana que le envía su nieto desde el país ese que tiene los octubres cálidos y los trabajos fáciles, el nieto al que aún no le tiembla la mano, motivo de sonrisa más que suficiente.

domingo, 5 de octubre de 2008

Cristal redondo

« Tu ne vas pas sauter, eh? Non, tu ne vas pas sauter... »

Un hombre mira a través de un cristal. El cristal es redondo y casi de su tamaño. Su tamaño cuando está de pie es proporcional a la habitación en la que se encuentra, aunque la habitación está tan oscura que parece enorme, como una explanada plana y cubierta, es decir, con techo, es decir, que no hace falta paraguas para poder leer en su interior. El hombre mira a través del cristal porque no encuentra el interruptor de la luz. La ventana es redonda, como el cristal. El hombre tiene gafas redondas, y mira el cristal redondo de la ventana a través de las lentes redondas de sus gafas. El hombre tiene barba y está tranquilo, aunque no es tranquilo, y fuma un puro gordo y de negocios. Cada vez que el hombre exhala el humo, un círculo de vaho se forma en el cristal. El hombre tiene ganas de escribir su nombre con el dedo, o de dibujar una espiral, pero su gabardina larga y sus aires de señor calvo y distinguido le impiden dibujar con su cuerpo, y en esto no hay excepciones. Fuera hace frío, el hombre puede ver los techos helados de las iglesias y a la gente que camina rápido, a pesar de que sólo es un sábado temprano en la mañana. El hombre tiene un secreto: no sabe fumar. El hombre aspira con sus labios tocando el extremo del puro, pero el humo que sale sólo se pasea por su boca, colorea sus dientes y vuelve al exterior sin haber pasado por ninguno de sus dos pulmones; por eso, el hombre tiene siempre mal aliento y unos pulmones muy sanos.

El hombre de las gafas entrelaza sus manos en la espalda y juega con sus dedos gordos y blandos y, a pesar de sus pulmones tan sanos, el hombre tiene miedo de caerse por la ventana; no es que el hombre quiera tirarse, pero es que le ventana es demasiado grande para su tamaño, precisamente porque es proporcional.

El hombre sale a tientas de la habitación oscura de la enorme ventana y camina por la calle. El hombre no tiene nada que hacer un sábado temprano en la mañana, aunque tampoco tiene nada que hacer un lunes por la mañana, ni siquiera un miércoles por la mañana.

El hombre camina hacia la estación de tren, pide un café y se sienta en un andén. Durante tres horas y media, el hombre ve pasar a 487 personas. El hombre ve a una chica que se pasea con una sonrisa de izquierda a derecha retorciéndose las manos, y se imagina a quien puede estar esperando durante diecisiete minutos; el hombre ve a una pareja de mediana edad despidiéndose de su hijo, y se da cuenta de que ninguno de los tres fue capaz de decir lo que quería decir; el hombre ve a una mujer bonita con gafas de sol que llora sentada en un banco, y que tampoco tiene prisa, como él; el hombre ve a una mamá que no es capaz de coger a la vez un bebé y una maleta; el hombre ve a una pareja joven con mochilas en la espalda y ojeras felices.

A la salida de la estación, el sol ha salido y el hombre se fuma otro puro.

El hombre pasa por un puente de su ciudad y camina más despacio; el hombre sabe que en los últimos años ha cogido algunos kilos que le pesan en su espalda y en los puentes, y como tiene miedo de forzar las cosas, el hombre prefiere la lentitud en casos como éste. Hay una chica a la mitad del puente que tiene los codos apoyados en la baranda y los ojos cerrados; la chica parece que está respirando el sol, un sol congelado de frío, como hace el hombre cuando huele a alguna comida rica y quiere que el sentido de la vista no entorpezca su sentido del olfato. El hombre la observa durante unos minutos, y la chica no se mueve, ni siquiera le importa la presencia de él, y eso que cada vez está más cerca. El hombre decide hacerse notar:

“Tu ne vas pas sauter, eh, mademoiselle?” “Tu ne vas pas sauter... ”

La chica sonríe y tiene miedo de que el extraño de la barba con gafas quiera saltar desde el puente.