"A vida é o que fazemos dela. As viagens são os viajantes. O que vemos, não é o que vemos, senão o que somos."
Fernando Pessoa

martes, 15 de julio de 2008

Peldaño a peldaño

Un pájaro de papel en el pecho
dice que el tiempo de los besos no ha llegado

(Vicente Aleixandre)



(...) no es sueño la vida. ¡Alerta! ¡Alerta! ¡Alerta!
Nos caemos por las escaleras para comer la tierra húmeda
o subimos al filo de la nieve con el coro de las dalias muertas.

Pero no hay olvido, ni sueño:
carne viva. Los besos atan las bocas
en una maraña de venas recientes
y al que le duele su dolor le dolerá sin descanso
y al que teme la muerte la llevará sobre sus hombros. (...)

(García Lorca)


Consejo superfiolosófico: "Hazte una fotografía y si sales es que existes"

El tren nos hará siempre pensar en un crimen que huye.

En los cristales del ferrocarril subterráneo nos hacemos la fotografía más efímera del mundo.

(R. Gómez de la Serna)



INSTRUCCIONES PARA SUBIR UNA ESCALERA

Nadie habrá dejado de observar que con frequencia el suelo se pliega de manera tal que una parte sube en ángulo recto con el plano del suelo, y luego la parte siguiente se coloca paralela a este plano, para dar paso a una nueva perpendicular, conducta que se repite en espiral o en línea quebrada hasta alturas sumamente variables. Agachándose y poniendo la mano izquierda en una de las partes verticales, y la derecha en la horizontal correspondiente, se está en posesión momentánea de un peldaño o escalón. Cada uno de estos peldaños, formados como se ve por dos elementos, se situá un tanto más arriba y adelante que el anterior, principio que da sentido a la escalera, ya que cualquiera otra combinación producirá formas quizá más bellas o pintorescas, pero incapaces de transladar de una planta baja a un primer piso.
Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan particularmente incómodas. La actitud natural consiste en mantenerse de pie, los brazos colgando sin esfuerzo, la cabeza erguida aunque no tanto que los ojos dejen de ver los peldaños inmediatamente superiores al que se pisa, y respirando lenta y regularmente. Para subir una escalera se comienza por levantar esa parte del cuerpo situada a la derecha abajo, envuelta casi siempre en cuero o gamuza, y que salvo excepciones cabe exactamente en el escalón. Puesta en el primer peldaño dicha parte, que para abreviar llamaremos pie, se recoge la parte equivalente de la izquierda (también llamada pie, pero que no ha de confundirse con el pie antes citado), y llevándola a la altura del pie, se le hace seguir hasta colocarla en el segundo peldaño, con lo cual en éste descansará el pie, y en el primero descansará el pie. (Los primeros peldaños son siempre los más difíciles, hasta adquirir la coordinación necesaria. La coincidencia de nombre entre el pie y el pie hace difícil la explicación. Cuídese especialmente de no levantar al mismo tiempo el pie y el pie).
Llegado en esta forma al segundo peldaño, basta repetir alternadamente los movimientos hasta encontrarse con el final de la escalera. Se sale de ella fácilmente, con un ligero golpe de talón que la fija en su sitio, del que no se moverá hasta el momento del descenso.

(Julio Cortázar)



Hay gente que cree que todo cuanto se hace poniendo cara seria es razonable.

Me dije a mí mismo: "Es imposible que yo crea esto", y al decirlo observé que ya era la segunda vez que lo creía.

(Georg Christoph Lichtenberg)

domingo, 13 de julio de 2008

If I Laugh

If I laugh just a little bit
maybe I can recall the way
that I used to be, before you
and sleep at night... and dream

miércoles, 9 de julio de 2008

Sueño


Ecuador del Puente de Triana. Noche cerrada. Miro el Guadalquivir. La luna parece que se ha caído al río. Estoy sola, pero una voz a mi espalda me pregunta si la luna está creciente o menguante. Es una voz masculina. Discuto con la voz, le explico lo de la C y la D, y la voz habla de una B, pero no de una B de luna sino de una B de plan, y entonces la B se refleja también en el Guadalquivir, una B que no es más que un reflejo, porque no existe de verdad. Me pongo triste.
Me pregunto si todo el planeta está viendo la luna creciente como yo la estoy viendo ahora, pero descubro que sólo la veo creciente en el cielo: en el río está menguando.
Una voz, ahora femenina, me pregunta si el sol y la luna son la misma cosa. Yo quiero responder, pero antes de hacerlo me acuerdo de alguien diciendo que a los bebés hay que hablarles seriamente, y llego a la conclusión de que, entonces, a los adultos hay que hablarles en broma, y no sé qué responderle a la voz.
Pienso que hay pocos paisajes tan bonitos como éste, y comienzo a decir en voz alta: “pienso que hay pocos paisajes tan bonitos como…” pero me doy cuenta de que no hay nadie más en el puente. Quiero hacer una foto y meto la mano en el bolso, pero el bolso se convierte en una bolsa de aseo y sólo encuentro una tableta de chocolate. No me sirve y la dejo en la calle, en medio del puente, hasta que se derrite. Continúo mirando el río, que tiene unas ondas muy extrañas, como si muchas personas hubiesen arrojado piedrecitas, pero no hay personas ni piedrecitas. Esas ondas no son olas, sólo hay olas en el mar. A los ríos hay que aceptarlos tal como son. Ganas tremendas de comer chocolate, busco con la mano en la mochila de cremallera rota y sólo encuentro una cámara de fotos. Quiero inmortalizar la belleza del momento, pero me acuerdo de que a mí no me gusta tomar fotos de paisajes sin gente, así que arrojo el aparato al río.
Entonces, la superficie del agua se llena de globos oculares, un montón de ojos idénticos que flotan y pestañean y se chocan y parece que están bizcos, pero no pueden estar bizcos porque son independientes. Estoy buscando un ojo que se distinga del resto, pero todos me parecen iguales. De pronto, tengo la certeza de que ese ojo diferente está justo debajo del puente, y yo no lo puedo ver, pero lo adivino. Creo que ese ojo, tarde o temprano, tiene que deslizarse hacia el otro lado, así que me dispongo a esperarlo, con los pies colgando sobre el Guadalquivir, a punto de caerme al agua, sentada en un extremo del Puente de Triana, sobre uno de los arcos.

Creo que debería hablar con Freud

jueves, 3 de julio de 2008

El unicornio que nunca tuvo


Una pareja de unos 50 años está sentada en un banco de la Plaza de España de Cádiz. En esta plaza hay bancos dispuestos alrededor de una fuente, y otros que te hacen mirar a los árboles. Ellos prefieren mirar a los árboles. La plaza no tiene nada de especial, salvo porque ha sido elegida por ellos como casa, o como dormitorio, o como segunda residencia, no sé. Es una pareja porque son dos, ignoro cuál es el lazo afectivo que los une. A decir verdad, no noté gestos cariñosos ni beso alguno, pero quizá los besos se hacen más de rogar cuando tienes que dormir a la intemperie. El color del pelo de ella se parece al de alguna de mis Barbies, sus cejas negras dicen que es teñido. Él tiene una barba digna, una camiseta del Covirán y mucho vello en los brazos. Los dos lucen una piel tostadísima; como no parecen tener prisa, supongo que la playa que está a 20 minutos andando de allí es algo más que un lugar frecuentado por ambos.

Tienen suerte de no tener maletas.

De tenerlas, no podrían disponer de Cádiz a su antojo, no podrían pasear por el casco antiguo, cruzar las murallas ni sentarse al sol, que, cuando no tienes casa, es una de las mejores actividades que se pueden hacer en Cádiz. Si tuviesen maletas tendrían que tenerlas, tendrían que cuidar de ellas, tendrían que preocuparse de que nadie intentase apropiarse indebidamente de su contenido y, en cierta forma, lastrarían sus pies con chanclas.

Eso lo sabe muy bien el señor que les estaba esperando en el banco de enfrente cuando ellos llegaron a la plaza. Ya se conocen. La pareja tuvo que adoptar ese estilo de vida hace unos meses; él es nuevo, y le están enseñando, pero no se integra. Son sus maletas las que dificultan la integración. Una grande, de esas en las que caben más cosas de las que te dejan transportar en un avión; una mediana, que no contiene ropa sino objetos duros y picudos que forman montañitas en la superficie; la última, pequeñita, con dos asas que parecen pegadas a su muñeca y que debe ocultar algo importante, como un fajo de billetes de 500 euros o un álbum de fotos, a juzgar por la forma en que la aprieta contra su vientre, incluso cuando se levanta a beber agua a la fuente (hasta que la pareja amiga le regala un botellín de cerveza). Lleva varios días durmiendo en la Plaza de España. Apareció una tarde, con sus maletas, como quien va de viaje a ningún sitio o como quien sube una escalera de esas que no llevan a parte alguna (tengo un amigo al que le encantan ese tipo de escaleras). Se sentó en el banco y no trató de buscar un armario para sus cosas. Se sentó, simplemente, mirando sus maletas. No tenía una expresión triste, que no me hubiese puesto triste a mí, sino una mueca de adaptación (mitad adaptación, mitad arrepentimiento), que sí logró entristecerme. No quiere ir a ningún sitio, no mientras tenga maletas.

Yo le entiendo: no es agradable hacer maletas, pero es infinitamente peor deshacerlas. Deshacer las maletas tiene a veces un significado pesado, y no siempre se está preparado en el momento en que se da por supuesto que debería hacerse. Si hay algo a lo que te empuja esta sociedad incomprensiva es a deshacer las maletas inmediatamente después de llegar a un sitio. Sin embargo, el mundo debería saber que en toda maleta hay siempre dos cosas: ropa sucia, que se ensució de alguna manera concreta, y ropa limpia, que alguien limpió también de algún modo. Lo primero que va ocurrir al deshacer las maletas es que va a cambiar el estado de ambas, y eso no es moco de pavo. Este señor ha superado ya los cuarenta, y en ese momento de la vida uno ya no puede hacer caso omiso a la sociedad, y no queda otra que deshacer las maletas al llegar al sitio. Por eso, él no quiere moverse aún del banco de la plaza, porque no está preparado para tener la evidencia de lo que ya es evidente: que no puede deshacer su equipaje en el mismo sitio en que lo empaquetó.

O, como me dijo mi amiga sabiamente, “sí, claro, porque le recuerda al unicornio que nunca tuvo”.

Por eso, los tres, la veterana pareja y el señor de las maletas, comparten bocadillo de mortadela mirando a los árboles, nalga con nalga, hablando de Zapatero y del Cádiz F.C., bebiendo cerveza y comentando la crisis económica que nadie se atreve a anunciar, levantando la mano para adivinar la dirección de la brisa que ha comenzado a levantarse y que la rubia llama “viento”, confesando lo injusto que hemos sido todos con Luis Aragonés.

El hombre de la barba sigue intentando integrar al de las maletas:

- Venga pisha, mira er fresquito que hace e’ta noshe, ya verá qué bien vamo a dormí hoy.

Yo continué sentada en el banco, no muy lejos de ellos, esperando a alguien que nos iba a traer las maletas a mis amigas y a mí. Pero ya no sé si quiero que ese alguien venga. Yo continué esperando y pensé que lo que yo quería era escribir para que tipos como aquellos me leyesen y siguiesen comiendo sus bocadillos de mortadela.