"A vida é o que fazemos dela. As viagens são os viajantes. O que vemos, não é o que vemos, senão o que somos."
Fernando Pessoa

jueves, 29 de mayo de 2008

Escenario

Hay aquí en Lyon un teatro que se llama Les Celestins. Es un teatro que abrió por primera vez sus puertas en 1877, después de haberse demorado cinco años su construcción. Más dos incendios. Por su arquitectura, se le considera uno de los teatros de Francia que más se acerca al estilo italiano. Muros cubiertos de telas y butacas de terciopelo rojo hacen pensar en una época en la que la sala establecía una jerarquía contundente entre los espectadores: los palcos para los aristócratas, los balcones para la burguesía, y el patio de butacas, entonces sin butacas, reservado a un pueblo que se sentaba en el suelo. La democracia colocó asientos y quitó atmósfera, pero qué le vamos a hacer, no se puede tener todo.

Los precios no están hechos para el presupuesto de un estudiante, pero el teatro premia a los que prefieren no hacer planes que vayan más allá del presente inmediato. Si se llega a las taquillas diez minutos antes de que la obra comience, se podrá conseguir una entrada por sólo ocho euros. Si ya no hay localidades, se vuelve a intentar en otra tarde sin planes.

El caso es que si usted asiste a una obra de teatro, a la salida usted comentará, probablemente, si la historia le pareció más o menos creíble, más o menos bonita, más o menos rara, más o menos previsible, más o menos original, etc., etc. También es natural que usted se enzarce en una discusión sobre la calidad de los actores, si le hicieron meterse o no en la obra, si consiguieron emocionarle, si le parecieron novatos, experimentados, buenos, feos, malos, guapos…

Pero, ¿quién habla del escenario?, ¿con qué frecuencia piensa usted en el escenario? Y sin embargo, ¿su concepción no ha requerido tiempo?, ¿no se ha invertido en su realización mucho esfuerzo?
Los actores posiblemente se hallarían perdidos fuera de él… ¿Se hallarían perdidos los actores fuera de ese escenario? No, los actores pueden vivir fuera del escenario, por eso son actores; en caso contrario, serían personajes. Es cierto entonces, los personajes nacen en el escenario. Siguiendo el hilo, los personajes, fuera del escenario, no son. Pero, ¿es esto tanto así que se puede afirmar que a los personajes los hace el escenario? O peor, ¿El escenario hace a la obra de teatro?

¿El escenario hace a la obra?

Que es usted,
¿actor o personaje?

domingo, 18 de mayo de 2008

Una buena vecina

Los llamados mediáticamente monstruos –pero no son deformes, sino malvados– pasan y vuelven y vuelven a pasar. Los buenos vecinos quedan. Pasan y vuelven esos canallas que, en la calma y –sobre todo– el silencio de su hogar, violan, asesinan, descuartizan, preparan zulos, construyen prisiones, se deshacen de cuerpos... (Maruja Torres, en El País Semanal:http://www.elpais.com/articulo/portada/buenos/vecinos/elpepusoceps/20080518elpepspor_1/Tes/)

Tengo ganas de invitar a tomar café a Maruja Torres y darle una vuelta por el apartamento. A ver si es capaz de hablarme del silencio de los vecinos y que se escuche su voz por encima del taladrador con el que mi vecino de à côté no deja de taladrar su pared y mi cabeza en esta bella tarde de domingo. Luego podría ir a mi cuarto de baño y tratar de descubrir por qué está llorando y refregándose por el suelo el perro de arriba. Es un perro triste, y no se puede culpar de ello a su dueño, un viejito encantador y educado que siempre le repite que a las mesdemoiselles hay que dejarlas pasar primero por la puerta del ascensor, especialmente si son chicas guapas como yo (de ahí el encanto del tipo). Yo creo que el perro está triste porque le importan muy poco las chicas humanas que se apretujan en un rincón del ascensor como si le tuviesen miedo, y que para guapa la perrita aquella con la que se encontraba todos los sábados en el parque cuando su dueño aún tenía las piernas fuertes y lo sacaba a dar largos paseos. En un rasgo muy humano, el momento en que más se acuerda de ella es por las noches, cuando sus lamentos apenas me dejan lavarme los dientes sin que se me encoja un poquito el cepillo en la boca. A Maruja la animaría a quedarse a dormir, aunque al ser hoy ya fin del fin de semana a lo mejor no tendría suerte y se quedaría sin escuchar alguna de las fiestas que hace mi vecino gay en la que los invitados se comunican con grititos, grititos que se van haciendo más agudos a medida que va avanzando la noche.

Es cierto que vivimos "arracimados en cubículos contiguos", y que defendemos nuestra intimidad, eso por supuesto (yo defiendo más la mía que la de los demás, eso también es verdad), pero no que estemos incomunicados. O será que, después de todo, este no es un buen vecindario. Por eso nos gusta enterarnos de lo que hacen los otros, y pegar cartelitos en el ascensor para que todo el mundo sepa que los del quinto van a hacer una fiesta el sábado por la noche porque es el cumpleaños de uno, que la vecina del décimo, que acaba de tener un niño, necesita una canguro para los próximos meses, que a la oftalmóloga del primero no le funciona el porterillo, que alguien ha robado una bicicleta del sótano, o que uno de mi planta quiere vender su casa.

Lo confieso: me apasiona pegar la oreja. Y es una actividad que requiere entrenamiento, porque los ruidos no son siempre fáciles de interpretar, aunque me encanta cuando el vecino de al lado del ascensor interpreta Para Elisa al piano. Gracias al sonido, tengo también controlados a mis vecinos tenistas, casi los reconozco por el toc-toc-toc... Están los dos amigos cuarentones con sus uniformes semi profesionales, el papá que enseña a jugar (o a cómo recoger pelotas) a sus hijos,... Y eso que aún no he ido a la piscina, en donde podré completar las historias que se me escapan por falta de visibilidad o de agudeza auditiva, es decir la zona este del edificio y las plantas más bajas, totalmente fueras de mi dominio hasta el momento.

Me tranquilizo pensando en que ellos también se habrán enterado de alguna que otra fiesta, de alguna película de miedo o alguna que otra cena. Saben que desde que se fue mi colloc francesa ya no tenemos aspirador, y como tenemos que pedírselos a ellos, no se les escapa la frecuencia con la que hacemos limpieza.

Tienen que haberme escuchado malcantar a voz en grito, últimamente más de lo normal, en mis pausas de estudio de Image et Evénement. Por cierto que muchas veces me he preguntado si no les sonará bien, a una siempre le parece que cantan más afinado los que lo hacen en otro idioma, y yo para cantagritar prefiero el español.

En fin, termina así el artículo de Maruja Torres:


Hitchcock no podría rodar hoy La ventana indiscreta. Ya nadie espía al asesino de enfrente.


Definitivamente, yo tengo que haber sido de otra época.

jueves, 15 de mayo de 2008

Nuestra historia


Esta noche Lyon está callado. Y yo también. Esta noche Lyon y yo estamos callados y esa es la mejor forma que tenemos de comunicarnos. No hace falta que le diga nada; él ya sabe.

Lyon me está mirando, de frente, y yo lo estoy mirando a él, estoy intentando mirarlo entero, quiero decir abarcarlo todo, desde mi piso 16. De noche, Lyon me pertenece más que en ningún otro momento del día, porque es cuando se asienta, cuando se serena, cuando se calla y nos quedamos en silencio él y yo, y ya he dicho que esa es la manera más honesta que tenemos de hablarnos. La Fourvière, allá arriba en la colina, también callada (ya hace horas que dejé de escuchar desde aquí sus campanas), me está diciendo que esté tranquila, no es que no debiera estarlo, es que me lo dice cada noche, como una oración sedante (pero esta noche es especial porque ya hacía tiempo que habíamos quedado Lyon y yo, en una cita íntima, un rendez-vous de printemps). La Croix Rousse, a lo lejos, me está guiñando el ojo de forma descarada, y el guiño me llega con cascadas de colores. La Catedral, más allá del Rhône y de la Saône, me susurra que su actividad favorita sigue siendo esperarme, y me invita a oler sus viejas imágenes mentales y a ver los últimos olores de la temporada, los que están en los árboles iluminados. Y oigo a la rue de Saint Jean desde aquí prometerme nuevas músicas de acordeón rebotando en el empedrado. Dice que se siente orgullosa al saberse mi calle preferida. A mí me gusta que ella se sienta así, ya sabía que era una presumida.

Estoy contenta de que nadie más nos entienda, a Lyon y a mí, no es una lengua fácil la nuestra, aunque yo la haya aprendido de una manera tan natural. Pero Lyon me dice que no se trata de eso, que no debo pensar así. Dice que a él no le gustan las exclusividades. Dice mucho pero en el fondo sé que está sonriéndose para adentro, y tiene una sonrisa traviesa. Ése es mi Lyon (le he enseñado a sonreír en español). Porque le conozco, yo le sigo la corriente.

A veces creo que Lyon se enciende y se alza en el horizonte sólo para mí, sólo para que yo lo disfrute desde el balcón, con o sin compañía. Él nunca me lo ha confirmado, y aunque fuese verdad nunca me lo diría, Lyon no es de esa clase de ciudades. Pero son de ese tipo de cosas que se saben de manera innata, como que las hormigas hablan todo el rato en las filas o que hay meses que no están rellenos más que de segundos.

Aún me acuerdo del día en que lo conocí. Parece que fue ayer, y hace tanto sin embargo. Yo era aún muy pequeña, incluso más que ahora. Y él estaba aquí esperándome, dándome la bienvenida, pero sin aspavientos, seria y cálidamente, como es él, consolándome en silencio y diciéndome que no tuviese miedo. Yo no tardé en agarrarme de su mano porque era lo que tenía, y nunca me defraudó, siempre ha sabido soltarme la mano a tiempo. Ahora me dice que está muy orgulloso y que confía en mí. Pero me lo dice de esa forma tan quieta, tan solemne, tan suya, que estoy creyéndome que de verdad confía en mí. También yo confío en él, confío en él y en sus luces, en él y en su lluvia, en él y su viento, en él y en sus ríos. Confío en que nunca dejará de ser acogedor y, sobre todo, en que nunca dejará que se le note que lo es.

No quiero que nadie hable mal de él, yo sé que él me defendería con todas sus armas. Y sus armas son letales: tiene armas de croissant, de olor a pan, de frío junto al río, armas de hierba con tierra, de cafés calientes, de calles cosmopolitas, de jardines escondidos. Y cuando siente que debe luchar de una manera más seria, Lyon se personifica en alguno de sus habitantes favoritos, a veces lo hace en hombres africanos dueños de restaurantes rojos que van a hacer sus compras en supermercados pequeños. Y entonces, ya sí, entonces Lyon es irredutible.

Siento el aliento de Lyon en mi espalda y ya no pienso que es sólo mío. Lyon me ha enseñado que las cosas más bonitas se comparten, y entonces son aún más ricas. Lyon dice que me quiere, pero también quiere a otros. Y yo he aprendido a quererlo por querer a los demás.

Digo todo esto porque a veces, aunque Lyon y yo sepamos hablarnos en silencio, a veces a Lyon le gustaría poder hablar también con los otros, porque tiene tanto que decir…tiene mucho que decir.

Si Lyon pudiese hablar…

lunes, 5 de mayo de 2008

Miradas sobre Ámsterdam

Qué voy a decir que no se haya dicho ya. Por ejemplo, que quiero recomendar Ámsterdam para la salud.
Quiero recomendar sus calles y sus canales, y recomendar que absorban su esencia relajada, que hinchen el pecho y llenen los pulmones de su atmósfera, como si estuviesen fumando marihuana, y que mantengan un poco el aire antes de expulsarlo, porque el humo se va rápido y es muy difícil hacer que vuelva.

Ámsterdam y yo nos comprendimos desde el primer momento. Es la única ciudad que me ha dejado utilizar bien un mapa y ha depositado en mí una confianza que yo nunca tuve. Por primera vez, no me he perdido. Y muchas personas que me conocen sabrán valorar esta frase como se merece. Yo, aquella que toma la calle equivocada cuando va a comprar el pan en su barrio. La lógica enmarañada de los canales de Ámsterdam se parece tanto a la mía que no tenía casi ni que consultar el mapa; supimos hallarnos bien, Ámsterdam y yo.

Al entrar al hostal donde compartiría habitación con 32 individuos, una nube olorosa de marihuana y algunas voces lentas de personas que se mueven calmadamente me dieron la bienvenida. La música acompañaba. La chica de la recepción, también:

- Sólo hay dos cosas que no se pueden hacer aquí: fumar hierba dentro de la habitación y darle de comer a los ratones.

Allí en Ámsterdam, si uno se crea problemas es porque quiere.

La lógica de la ciudad, como ya he dicho, es encantadora: prioridad para las bicis, por supuesto; siguen los tranvías, los coches y luego las motos. ¿Los peatones? Quién les manda salir a la calle… Teniendo uno de esos barquitos que cruzan los canales es verdaderamente estúpido ir a patearse el asfalto. Imaginen la escena: A usted lo despierta el sol entrando por la ventana sin persianas de una de esas casitas de cuento, pongamos, color granate; riega su macetita (no vamos a decir de qué)



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y se prepara para ir al trabajo (si es lunes, no se moleste, las oficinas estarán cerradas). Baja a la calle, coge su barquito con motor y siente la brisa matutina que baja de los canales. Olvídese de atascos, pitidos, esperas de autobuses, o frustrantes búsquedas de aparcamiento. Al final de su jornada (no muy larga, básicamente todo lo que no sean sitios para comer cierra a las cinco), vuelve a tomar su barco y se demora un rato por los canales escuchando música, leyendo el periódico o tomándose una cerveza.








La única posible molestia es que haya alguna turista clavándole su mirada envidiosa desde algún puentecillo. Como no hay prisa, lo mejor es atracar cerca de alguno de los cientos de coffe shops y fumarse un porrito mirando las paredes de colores con tulipanes.

La otra posibilidad es que viva directamente en el agua. No, no hace falta mojarse. Basta con tener una casa-barco en Reguliersgracht. Decoradas como sólo un holandés lo puede hacer, con buen gusto, originalidad y dejándole muy poco espacio a la intimidad. Ámsterdam es una ciudad de voyeurs, de exhibicionistas o de ambas cosas. El lugar perfecto para un cotilla. A mí me encanta. Las cortinas no existen o no se corren, así que, si se trata de un barco-casa, puedes ver la disposición de todas las habitaciones y lo que sus habitantes andan haciendo en ellas. Si son viviendas normales, idem de idem: las cocinas y las bibliotecas suelen ser las mejores partes de las casas.







Si hablamos de piso, uno tiene la sensación de estar viendo un tebeo de 13 Rue del Percebe. El buen gusto no es general, claro, sirva de ejemplo una casa que tenía en el alfeizar de la ventana una colección de muñequitos de novios y novias de esos que se ponen en lo alto del pastel de bodas. Una de las teorías que intentamos fue que se trataba de una viejecita a la que le habían dejado plantada en el altar hace mucho mucho tiempo y que había jurado cual Escarlata O’Hara en Tara que tendría hijos para formar dos equipos de fútbol y que emplearía toda su vida para casarlos uno por uno aunque se dejase su salud en tan noble misión. Sí, en Ámsterdam si algo hay es tiempo para reflexionar sobre cosas absurdas.






Además de las casas de los demás, también se pueden ver museos, el Rijksmuseum, por ejemplo, en el que hay varias obras importantes de Rembrandt y tres cuadros de Veermer, además de una sala de casas de muñecas en la que los visitantes se pasan horas observando las habitaciones, como si no pudiesen hacer lo mismo en la calle, y gratis. También está el Museo de Van Gogh, que encontré bastante impresionante, a pesar de no saber si seguir considerando como genio a alguien que se pega un tiro para suicidarse y tarda dos días en morir. Hay que ser un poco con.


Y si uno se harta de pintura, pues se va al Museo del Sexo y en paz, que no siempre hay la posibilidad de sentarse en un pene gigante. No es difícil adivinar que el barrio de este museo es rojo. El Barrio Rojo es, efectivamente, rojo, concurrido y totalmente sorprendente, por mucho que te hayan hablado o hayan leído sobre él. Pero no hay por qué estar mirando todo el rato a las señoritas de los escaparates. Es más, si lo hace corre el riesgo de perderse las ovejas hinchables que hacen beeee, los preservativos de chocolate y coco, las esposas con pinchos o los shows de live sex.

Es cierto que por las mañanas no es tan rojo porque le faltan las luces, pero, según se podía leer en una de las revistas gratuitas que reparten por la ciudad, si quiere ver a los autóctonos, vaya al Barrio Rojo un lunes por la mañana, que es cuando suelen ir los ejecutivos y demás residentes masculinos de Ámsterdam. De alguna parte tenía que venir la increíble tranquilidad de la que gozan los amsterdanianos, tampoco va a haber que agradecerle todo a la marihuana. Por cierto, y terminando con el tema de los museos, también es posible visitar el museo de la marihuana y del cannabis, donde se puede aprender que con esta plantita se hacen unas camisas geniales, mejor que el algodón, oiga.

Luego también están los quesos, las patatas fritas, los tulipanes y las holandesas rubitas, y un millón de museos más. Lo que ocurre es que no es recomendable hacer planes en Ámsterdam, porque uno nunca sabe adonde va a llevarle la ciudad, aunque a mí me llevase varias veces a esta calle


Ahí es donde he decidido comprarme una casa.

No sé si alguien se anima a pagarme el barco…