Al llegar a este punto de su relato, parece que el Fantasma se puso de pie tan solemnemente, que el persa, que había vuelto a sentarse, tuvo que volver a levantarse, como obedeciendo al mismo impulso y comprendiendo que era imposible permanecer sentado en un momento tan solemne y hasta se quitó (el mismo persa me lo dijo) su gorro de astracán, a pesar de que tenía la cabeza afeitada.
–¡Sí! Me esperaba –prosiguió Erik, que se puso a temblar como una hoja, pero a temblar con una verdadera emoción solemne...–, me esperaba de pie, rígida, viva, como una verdadera novia que ha comprometido su salvación eterna...
Y cuando yo me adelanté, más tímido que una criatura, no me huyó... no, no... permaneció allí... me esperó... y hasta me parece, “Daroga”, que adelantó un poco, ¡oh!, muy poco, su frente como una novia viva... Y yo..., sí... ¡yo la besé!... Yo... ¡Yo... yo... ¡Y no cayó muerta... Permaneció sencillamente a mi lado... después que la hube besado así... en la frente...
¡Oh! “Daroga”, ¡qué bueno es besar a alguien! ¡Tú no puedes saber lo que es eso... ¡Pero yo... ¡yo... Mi madre, “Daroga”, mi pobre madre, no quiso nunca que yo la besara... Huía, arrojándome el antifaz... ni ninguna mujer, jamás, jamás, jamás consintió en ello... ¡Oh!, entonces, ¿verdad?, ante semejante felicidad lloré. Y caí llorando a sus pies... Y tú también estás llorando, “Daroga”... Y ella también lloraba... lloraba como un ángel...
Al contar estas cosas, Erik lloraba y el persa, en efecto, no podía contener sus lágrimas ante aquel hombre enmascarado, que con los hombros sacudidos por los sollozos y las manos oprimidas contra el pecho, ora jadeaba de dolor y ora de enternecimiento.
Y no huyó... Y no cayó muerta... Permaneció viva llorando sobre mí... Junto conmigo... Lloramos juntos... ¡Oh! Dios, infinitamente bueno, en ese instante me concediste toda la
felicidad del mundo.
Y Erik se desplomó jadeante en el sillón. El persa se precipitó hacia él, pero lo detuvo con un ademán.
–¡Oh!, no voy a morir enseguida, en el acto... pero déjame llorar...
–Escucha, “Daroga”, escucha bien esto... Mientras yo estaba a sus pies... oí que Cristina decía: “¡Pobre, desdichado Erik!” ¡Y me tomó las manos!... Entonces, ya no fui, “Daroga”, como comprendes, más que un pobre perro a sus pies.
Figúrate que yo tenía en la mano un anillo, un anillo de oro, que yo le había dado... que ella había perdido... y yo había encontrado... Una sortija de compromiso, ¡vamos! Se lo deslicé en su pequeña manita y le dije: ¡Toma esto! Toma esto para ti... y para él... Este es mi regalo de bodas... el regalo del pobre desgraciado Erik... Sé que lo amas a ese joven... ¡No llores más... Me preguntó con voz suave qué quería decir. Entonces le hice comprender, y enseguida comprendió, que yo no era para ella más que un pobre perro, dispuesto a morir... y que ella, ella podía casarse con el joven cuando quisiera, porque había llorado junto conmigo.
¡Oh!, créeme, “Daroga”, cuando le decía esas cosas, era como si me arrancara el corazón, pero había llorado conmigo... y había dicho: “¡Pobre desdichado Erik!”
La emoción de Erik era tal que tuvo que advertirle al persa que no lo mirara, porque se ahogaba y se veía en la necesidad de quitarse la máscara. El “Daroga” se dirigió a la ventana y la abrió, con el corazón oprimido por la piedad, pero teniendo cuidado de fijar la vista en las cimas de los árboles del jardín de las Tullerías, para no ver la cara del monstruo (...).