"A vida é o que fazemos dela. As viagens são os viajantes. O que vemos, não é o que vemos, senão o que somos."
Fernando Pessoa

miércoles, 30 de enero de 2008

El cuarto


A Lucía le encanta su cuarto en los días en los que la inunda un sentimiento verde de placer y de satisfacción encubierta. En esos días, las paredes la abrazan y se siente acogida en sus manos tibias y fuertes, porque, si los cafés tienen orejas, los dormitorios tienen manos con palmas anchas y huecas. Todo parece papel pintado, todo es papel pintado, y huele a pan y a madera. Y aunque Lucía sabe que los niños la esperan para jugar en la calle, y aunque Lucía ve desde su ventana como corean su nombre para que baje y baje, una fuerza irresistible de olor de hogar la atrapa y la encadena a su cuarto amistosamente. Puntos de colores en el techo para enumerar. Lucía no quiere que nadie la apresure. Lo que más le gusta de su cuarto es su calor de albergue, la capacidad que tiene para invitar a té y a plumas, y cómo selecciona a sus huéspedes de esa forma tan personal. Lucía, a su cuarto, nunca le lleva la contraria.


Otras veces, cuando las luces se apagan y no hay luna, son hormigas las que van subiendo en fila india por los muros de su habitación y, como aún es pequeña, Lucía tiene miedo. Pero lo que verdaderamente le da miedo a Lucía es dejar de ver un día desde el cachito de almohada donde ha crecido ese rincón que ha sido cocina, decorado, ciudad, departamento y estudio de fotografía.

martes, 29 de enero de 2008

Burbujas reales


Para M. y para J., aunque M. tenga que traducírselo a J.
Me hubiera gustado poder decir en alemán que aprendí a montar en bicicleta. Quizás algún día, mon cher J.



Yo sé
que el tierno amor escoge sus ciudades
y cada pasión toma un domicilio,
un modo diferente de andar por los pasillos
o de apagar las luces.

Y sé
que hay un portal dormido en cada labio,
un ascensor sin números,
una escalera llena de pequeños paréntesis.

Sé que cada ilusión
tiene formas distintas
de inventar corazones o pronunciar los nombres
al coger el teléfono.
Sé que cada esperanza
busca siempre un camino
para tapar su sombra desnuda con las sábanas
cuando va a despertarse.

Y sé
que hay una fecha, un día, detrás de cada calle,
un rencor deseable,
un arrepentimiento, a medias, en el cuerpo.

Yo sé
que el amor tiene letras diferentes
para escribir: me voy, para decir:
regreso de improviso. Cada tiempo de dudas
necesita un paisaje.

(Luis García Montero)




"A partir de nuestra vida afectiva hemos inventado valores y ahora queremos tener los sentimientos adecuados. Sentimientos que son, por lo tanto, creaciones nuestras también. Esta inadecuación entre los sentimientos reales que tenemos y los que nos parece adecuado tener, somete nuestra vida afectiva a una tensión que pueden enriquecernos o destruirnos."


(El laberinto sentimental)


Esto último es sólo para M. No volveré a tocar más estos temas en el blog, son palabras que no aceptan ser escritas. Pero ellos son especiales; ellos, Lyon y las bicicletas.

miércoles, 23 de enero de 2008

Un día amarillo


Cierto día, un hombre muy guapo preguntó a una niña de once años. “Oye, a ti que te gusta escribir, ¿qué palabra rima con herramienta?”
Un espejo azul de mueble antiguo de cuarto de baño con una pequeña puerta de imán que no acaba de encajar le devolvía su reflejo de hombre que se afeita con mucho cuidado, empujando con la lengua la parte interna de la mejilla que tiene que quedar tersa y preparada para la hoja con mango azul. Dulcemente, con paciencia, como a él le gusta hacerlo todo.
Pimienta y Cenicienta”. La niña era- es- más rápida y menos paciente.
“Pues mira a ver si puedes escribir algo” (el abuelo de la niña era albañil)
La niña pensó en herramientas relucientes, de colores que deslumbran, de plásticos transparentes, de metales que brillan como papel de celofán…
Ni lo intentó. Demasiada poesía en esas tres palabras para poder encerrarlas en un poema. Resbalosas como peces.

Hoy es un día amarillo. Ayer fui a recorrer las calles de Lyon intentando adivinar cuáles son las losetas que tienen pasado español. Las hay de distintas formas y tamaños, despicadas, con pisadas del número 36 y del 42, mojadas, con huellas de cemento, con manchas de barro, con palomas hambrientas, con niños que las pisan con un solo pie, con hormigas…

Pero me falta información. Sólo hace muy poco he sabido que mi abuelo albañil, en su periplo por el país galo, pasó una temporada aquí (semanas, meses, años…on ne sait jamais) y contribuyó en la construcción de una ciudad de la que me estoy enamorando desesperanzadamente. Y hubiese querido encontrar sus huellas en un día como hoy, en el que ya veo claro que firmes raíces irremediables están saliendo de mis pies y entrelazándose por debajo de las losetas que él puso, cualesquiera que sean.

Y me hubiera gustado saber si también él la amó. Si alguna vez simplemente paseó por ella acariciándola, si entró en una de las abundantes floristerías y pidió una “fleg” para regalar a alguien, si consiguió cruzar algún puente sin detenerse cuando te requiere el Rhône, si miró de noche hacia la Fourvière y algún muro blanco le devolvió la sonrisa, si estuvo esperando a alguien que se retrasó a los pies de la catedral, si se topó con alguna banda de músicos disfrazados (aquí no hay músicos que no lo estén) por las calle de Saint Jean y le regalaron, quizás, La Boheme… A mí me la regalaron. Y sonó completamente amarilla, por lo que ha sido un gran regalo de cumpleaños (amarilla es la canción,
los eneros, los miércoles, los número 23 y los años que cumplo).

Pero nunca sabré realmente lo que pasó como nunca supe por qué su casa olía siempre a bolitas de alcanfor, por qué tenía tantos cuadros de pájaros que abren o cierran las alas según la posición del que los mira, por qué su enorme mueble de pared oscuro transmitía una tristeza antigua que sólo desaparecía al fijar los ojos en aquel frasco brillante con una pegatina hipnotizadora del Curro de la Expo, por qué había en su entrada vidrieras de colores como las de las iglesias y en la mía nos conformábamos con un cristal transparente. Dicen que la realidad supera muchas veces la ficción, pero luego es la imaginación la que supera todo lo demás.

Sea como sea, hoy, después de todo, después de que se me escaparan las palabras resbalosas como peces, hoy intuyo que él y yo tenemos un secreto compartido.

Y lo intuyo por un motivo fundamental: la palabra “chiquita” es amarilla. Y él lo sabía.
Lyon y su magia y sus "luces que no son normales" fotografiados por Fino (http://flickr.com/photos/fino22)

lunes, 21 de enero de 2008

Boris


Boris huele mal. Boris era mi compañero el semestre pasado en una asignatura muy interesante que se titulaba Tratamiento de la Información sobre los Recursos Humanos y el Empleo, y también en EEUU en el siglo XX. Pero, sobre todo sobre todo, Boris era mi compañero en Historia de Rusia.

Boris no se lava mucho, más bien no se lava nada, eso se nota a leguas (así que en el banco de al lado la experiencia es extra-intra-corporal). Digamos que Boris no conoce jabón.
Si se afeitara la larga barba y pusiera un poco de orden en la enmarañada melena, probablemente tendría una cara agradable. Pero cuesta horrores hacer esa abstracción.

Boris tiene los ojos grandes y la cabeza llena de ideas. Y las botas muy sucias. Será por eso que se las quita en cada clase y en cada fiesta y nos enseña a todos sus calcetines. Al fin y al cabo, pensará, su olor no es mucho más desagradable cuando está sin zapatos que cuando los lleva puestos.

Boris es decidido y sabe lo que quiere. Boris quiere a Marx. Boris se empeñó en que en la exposición que teníamos que preparar juntos sobre el coste del trabajo y los salarios añadiéramos “la opinión de Karl Marx sobre las deslocalizaciones y las multinacionales, que nunca nadie la menciona”. “¿No será, Boris”, le dije yo, “que Marx no tenía opinión porque no había multinacionales?”
“No, no, pero la tendría si viviese, y eso es lo que voy a decir yo”. Y lo dijo, y también le dijo al profesor que sabía que él quería que hablásemos sobre las multinacionales y las empresas y sus mecanismos para ganar dinero, y su contribución al PIB de la nación y todas esas cosas, pero que, como las empresas le importaban una mierda, él iba a hablarles del Estado. Y yo fui la sucia capitalista de nuestro trabajo que intentó salvar la asignatura.

Boris también quiere otras cosas. Por ejemplo, hacer todo el rato la revolución. Boris ha organizado cada una de las Asambleas Generales del IEP para intentar bloquear la facultad y protestar contra la ley de Sarkozy, ha hecho campaña pour le blocage y, como no lo ha conseguido (no ha sido su culpa, el chaval desbordaba entusiasmo pero ha chocado de frente con el ala Zaplana de mi fac), se ha ido a liderar los bloqueos de otras Facultades camaradas. No hay una sola vez que hable con él y no me entregue algún panfleto de manifestaciones, viñetas contra el gobierno, revistas político-satíricas fabricadas por él y sus amigos o papeles (algo más que) críticos con la policía. Boris me hace sentir siempre que estoy en un capítulo de Cuéntame y juro que durante algunos minutos me veo en sepia. Él no ha corrido delante de los grises pero es cara habitual entre los policiers lyoneses. Tan familiar es para ellos que la última vez quisieron tenerlo más rato y se lo llevaron a la comisaría. Si yo fuese una cuentista, la historia, que se ha podido leer en los periódicos de toda la France, sería más o menos así:

Érase una vez un grupo de estudiantes reunidos en la Universidad Lumière 2 que deciden atrincherarse y pasar allí la noche para protestar contra un presi malo. Y he aquí que a uno se le ocurre que con tanto gasto de energía y de determinación iban a pasar más hambre que el perrounciego y que alguien tendría que ir a comprar comida. Y he aquí que todos coinciden en que tienen mucho apetito y muy poco dinero. Y de repente, a alguna cabeza pensante se le apaga la bombilla y expone un plan obvio y meridiano: “sólo tenemos que ir al Leaderprice, llenar varios carritos de suculentos manjares, salir sin pagar, que pa eso somos estudiantes, volver a la fac y llenarnos la tripita”. Era el crimen perfecto, aún se preguntan cómo pudo fallar. El caso es que la mala suerte quiso que unos policías muy astutos, provistos sin duda de aparatos de high technology y con la inestimable ayuda de algún topo infiltrado, se enterasen del sucio asunto y detuviesen a 13 de los estudiantes reunidos. De entre los 13 detenidos había al menos uno que no había participado en los hechos y que, sin embargo, fue el primer arrestado, acusado de ser el cabecilla de todo el tinglado: mi Boris. Los escépticos policías no creyeron a Boris cuando este les dio su argumento irrefutable de por qué era imposible que él estuviese implicado en el robo: él nunca jamás ha pisado ni pisará un supermercado, templo del consumismo; él sólo compra en tiendas biológicas respetuosas con el medio ambiente (voilà, creo que en ese tipo de tiendas no venden jabón). El descojone de los policías no le evitó a Boris una estancia de dos noches entre rejas ni, según su versión, gritos continuos, desagradables interrogatorios o duras represalias cuando, después de todo, se negó a hacerse el test de ADN que le pedían. Ahora está pendiente de juicio y tiene que pasar cada semana por comisaría para firmar en un papel. Pero lo que más le duele a Boris es que le hayan confundido con una de esas personas irresponsables que van y compran en los supermercados de este nuestro sistema.

Cuando no está bloqueando universidades, Boris viaja. Boris ha ido a Finlandia en bicicleta para no contaminar. Tardó tres meses en llegar y, durante el trayecto, para estar en comunión con la naturaleza, siempre que encontraba un campo clavaba su tienda de campaña en el cálido suelo polaco, lituano, ruso, etc. y disfrutaba de la brisa nocturna de aquellas tierras. Cuando no encontraba campo pedía refugio en casas de desconocidos amables e, imagino, resfriados o con sentido del olfato poco desarrollado. Con eso se ganó el respeto de todos los alumnos del IEP, los de derechas y los de izquierdas, que utilizan mucho, cuando hablan de él, una palabra cuyo significado, más allá de su uso en sintaxis y gramática, a menudo se me escapa: la coherencia.

Yo no sé si Boris será coherente o no, pero nunca le pidas apuntes si no tienes una lupa de lente extra grande en casa: ha desarrollado una increíble capacidad de escribir con miniaturas que llama letras el contenido entero de un semestre en un solo folio por delante y por detrás. Supongo que con eso, por lo menos, habrá salvado un cuarto de tronco de árbol.

A cambio de todos esos disgustos que me da, Boris me ha prestado varios libros ininteligibles de macroeconomía de la solidaridad, de las deslocalizaciones y el capitalismo, y de la globalización económica y cultural. También me ha enseñado que el periódico comunista francés se llama l’Humanité.

Que no se lave no significa que no sea educado. Boris lo es, y siempre pregunta antes de sentarse en la silla vacía que está a tu lado.
Boris también pregunta otras cosas: en la última clase quiso que alguien le dijese para qué sirve el trabajo. Nadie respondió. Por eso yo siempre trato de responderle a las preguntas fáciles como que sí, que sí que puede sentarse a mi lado.

Boris siempre está muy atento en las clases y, aunque su inteligencia se le nota desde casi tan lejos como su mal olor, Boris siempre dice que no sabe y quiere que se lo expliquen todo. Es cierto: Boris está un poco pasado de moda

A pesar de ello, o quizás por ello, Boris me cae bien. Pero no tiene remedio: Boris huele mal.

miércoles, 16 de enero de 2008

Nada más difícil

“Siempre se dice aquello que uno necesita decir, y que no entenderá el otro; el hablar es cosa destinada a uno mismo” (Proust)


Y una mierda.



Fragmento de ¿Por qué escribir? de Jean Paul Sartre:

"El objeto literario es un trompo extraño que sólo existe en movimiento. Para que surja, hace falta un acto concreto que se denomina la lectura y, por otro lado, sólo dura lo que la lectura dure. Fuera de esto, no hay más que trazos negros sobre el papel. Ahora bien, el escritor no puede leer lo que escribe, mientras que el zapatero puede usar los zapatos que acaba de hacer, si son de su número, y el arquitecto puede vivir en la casa que ha construido. Al leer, se prevé, se está a la espera. Se prevé el final de la frase, la frase siguiente, la siguiente página; se espera que se confirmen o se desmientan las previsiones; la lectura se compone de una multitud de hipótesis, de sueños y despertares, de esperanzas y decepciones; los lectores se hallan siempre más adelante de la frase que leen, en un porvenir solamente probable que se derrumba en parte y se consolida en otra parte a medida que se avanza, en un porvenir que retrocede de página a página y forma el horizonte móvil del objeto literario. Sin espera, sin porvenir, sin ignorancia, no hay objetividad. Ahora bien, la operación de escribir supone una cuasi-lectura implícita que hace la verdadera lectura imposible. Cuando las palabras se forman bajo la pluma, el autor las ve, sin duda, pero no las ve como el lector, pues las conoce antes de escribirlas; su mirada no tiene por función despertar rozando las palabras dormidas que están a la espera de ser leídas, sino de controlar el trazado de los signos; es una misión puramente reguladora, en suma, y la vista nada enseña en este caso, salvo los menudos errores de la mano. El escritor no prevé ni conjetura: proyecta. Con frecuencia, se espera; espera, como se dice, la inspiración. Pero no se espera a sí mismo como se espera a los demás; si vacila, sabe que el porvenir no está labrado, que es él mismo quien tiene que labrarlo, y, si ignora todavía qué va a ser de su héroe, es sencillamente que todavía no ha pensado en ello, que no lo ha decidido; entonces, el futuro es una página en blanco, mientras que el futuro del lector son doscientas paginas llenas de palabras que le separan del fin. Así, el escritor no hace más que volver a encontrar en todas partes su saber, su voluntad, sus proyectos; es decir, vuelve a encontrarse a sí mismo; no tiene jamás contacto con su propia subjetividad y el objeto que crea está fuera de alcance: no lo crea para él. Si se relee, es ya demasiado tarde; su frase no será jamás a sus ojos completamente una cosa. El escritor va hasta los límites de lo subjetivo, pero no los franquea: aprecia el efecto de un rasgo, de una máxima, de un adjetivo bien colocado, pero se trata del efecto sobre los demás; puede estimarlo, pero no volverlo a sentir. Proust nunca ha descubierto la homosexualidad de Charlus, porque la tenía decidida antes de iniciar su libro. Y si la obra adquiere un día para su autor cierto aspecto de subjetividad, es que han transcurrido los años y que el autor ha olvidado lo escrito, no tiene ya en ello arte ni parte y no sería ya indudablemente capaz de escribirlo."

"No es verdad, pues, que se escriba para sí mismo: sería el mayor de los fracasos; al proyectar las emociones sobre el papel, apenas se lograría procurarles una lánguida prolongación. El acto creador no es más que un momento incompleto y abstracto de la producción de una obra; si el autor fuera el único hombre existente, por mucho que escribiera, jamás su obra vería la luz como objeto; no habría más remedio que dejar la pluma o desesperarse. Pero la operación de escribir supone la de leer como su correlativo dialéctico y estos dos actos conexos necesitan dos agentes distintos. Lo que hará surgir ese objeto concreto e imaginario, que es la obra del espíritu, será el esfuerzo conjugado del autor y del lector. Sólo hay arte por y para los demás."



Te vas convirtiendo en Allien y no eres capaz de ver más allá de tus propias narices (por cierto, se queda “narices”).

En lugar del miedo a la página en blanco habría que hablar del miedo a la página escrita.


Si no lo entienden, no sirve. Si no lo entienden, no sirve. Si no lo entienden, no sirve.


Escribir para el pueblo –decía mi maestro– ¡qué más quisiera yo! Deseoso de escribir para el pueblo, aprendí de él cuanto pude, mucho menos, claro está, de lo que él sabe. Escribir para el pueblo es escribir para el hombre de nuestra raza, de nuestra tierra, de nuestra habla, tres cosas inagotables que no acabamos nunca de conocer. Escribir para el pueblo es llamarse Cervantes, en España; Shakespeare, en Inglaterra; Tolstoi, en Rusia. Es el milagro de los genios de la palabra. (...)

Siempre que advirtáis un tono seguro en mis palabras, pensad que os estoy enseñando algo que creo haber aprendido del pueblo.

(Antonio Machado. Juan de Mairena)