A Lucía le encanta su cuarto en los días en los que la inunda un sentimiento verde de placer y de satisfacción encubierta. En esos días, las paredes la abrazan y se siente acogida en sus manos tibias y fuertes, porque, si los cafés tienen orejas, los dormitorios tienen manos con palmas anchas y huecas. Todo parece papel pintado, todo es papel pintado, y huele a pan y a madera. Y aunque Lucía sabe que los niños la esperan para jugar en la calle, y aunque Lucía ve desde su ventana como corean su nombre para que baje y baje, una fuerza irresistible de olor de hogar la atrapa y la encadena a su cuarto amistosamente. Puntos de colores en el techo para enumerar. Lucía no quiere que nadie la apresure. Lo que más le gusta de su cuarto es su calor de albergue, la capacidad que tiene para invitar a té y a plumas, y cómo selecciona a sus huéspedes de esa forma tan personal. Lucía, a su cuarto, nunca le lleva la contraria.
Otras veces, cuando las luces se apagan y no hay luna, son hormigas las que van subiendo en fila india por los muros de su habitación y, como aún es pequeña, Lucía tiene miedo. Pero lo que verdaderamente le da miedo a Lucía es dejar de ver un día desde el cachito de almohada donde ha crecido ese rincón que ha sido cocina, decorado, ciudad, departamento y estudio de fotografía.
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