"A vida é o que fazemos dela. As viagens são os viajantes. O que vemos, não é o que vemos, senão o que somos."
Fernando Pessoa

domingo, 17 de febrero de 2008

Historia de un ascensor

Si no cada tarde, sí muchas tardes subía yo con ellos en el ascensor. Era una pareja joven, rondando los treinta años, que se paraba en el piso número doce, por lo que compartían conmigo tres cuartas partes del trayecto hasta mi casa, que no es poco. Él tenía el aspecto de un hombre amable y cansado. Ella era rubia y, ahora que caigo, puede que tuviese unos cuantos años menos que él. “Llegan juntos pero no vienen juntos”, creo que algo así fue lo que pensé. Intercambiamos algunos “bonjours” y otros tanto “bonne soirée” y, en principio, no despertaron mi curiosidad como sí lo habían hecho otros habitantes del bloque. Mi curiosidad, efectivamente, se estimuló el día en que subí con él sola en el ascensor (ya se sabe eso de que no es noticia “perro-muerde-hombre” y que sí lo es “hombre-muerde-perro”). Nuestra soledad ascensorial se volvió habitual hasta el martes pasado, día en que rompió la cotidianeidad al entrar en el ascensor con un amigo. Comenzaron a hablar y, hasta ese momento, no supe que él no era francés, y que nunca lo había sido. Fue entonces cuando caí en la cuenta de que ellos dos jamás habían hablado en mi presencia en ninguna de nuestras subidas. Ese día, él contaba a su amigo (imaginé) aventuras de algún viaje, porque había puesto ojos como de recuerdo. Su compañero le escuchaba atento y, yo no sé en qué hablaban, algo peor que el alemán, pero la frase que provocó el silencio de ambos y que acabó de un tajo con la conversación, a mí me pareció entenderla, a mí me pareció que él dijo algo así como: “Cuando estaba con ella, hasta me olvidaba de hacer fotos, y eso que el escenario era inmejorable”.



Cuando estaba con ella, hasta me olvidaba de hacer fotos, y eso que el escenario era inmejorable.
Pero una mañana ya no estaba. Había dejado la taza azul del desayuno junto al fregadero, y comprendí que nunca regresaría cuando observé que la había llenado de agua hasta arriba.
En cierto modo, lo esperaba. Pero, igual, sentí el tic tac del reloj de pared de nuestro salón golpearme en las sienes y, por primera vez, tuve plena conciencia de que el paso del tiempo era más lento que doloroso.
Irremediable es algo que no se puede remediar, pero ahora estoy buscando en alguno de sus diccionarios la palabra para nombrar lo que no se quiere remediar. A veces era el movimiento de sus manos alisando la mesa lo que me impedía comenzar a llevar a cabo las maniobras básicas para salvarnos. Otras veces abría la boca, movía los labios, soltaba palabras, tomaba aire para no ahogarme, y caía derrotado por el esfuerzo.
He quitado su champú de reflejos dorados de la bañera. Ahora recuerdo que en su pelo se multiplicaba por cinco el olor de su cuerpo, un olor a especias y a exposición de muebles nuevos.
Nuestras últimas conversaciones ni siquiera estallaban. El salón nos tomaba de la mano como a dos niños pequeños y respirábamos aire de globo, incapaz de renovarse. Ella no quería mirarme y yo nunca la miraba porque no quería que supiese lo mucho que deseaba mirarla. Entonces yo, con la vista fija en el sofá rojo que tanto nos había costado elegir, le preguntaba qué libro tenía ahora entre las manos. Se lo preguntaba porque sabía que de esa forma conseguiría atraer su mirada, aunque fuese una mirada arrogante. Y me contestaba despectivamente, como si el hecho de que yo no hubiera leído su libro me colocase automáticamente en otra dimensión distinta a la suya. Y entonces decía “no es nada”, sin tomarse siquiera la molestia de explicarme, regodeándose aún más en su convencimiento del caso perdido que yo era. O sonreía pedagógicamente y se aclaraba la garganta cuando preguntaba el título, o una pequeña sinopsis, cuando me empeñaba en demostrarle que yo no era tonto, aunque no perteneciese a su mundo.

Allí es donde se ha ido ahora, y me ha dejado la inquietante taza junto al fregadero. Y me ha dejado la marca de su barra de labios en el borde, a sabiendas de que yo la vería y la rozaría con los dedos, y trataría de posar mis labios en el mismo trozo de porcelana, como ahora estoy haciendo. Siempre dejándolo todo bien atado, a pesar de que hayamos dejado de mirarnos hace demasiado tiempo. Pero siempre le gustó jugar, y a mí siempre me gustó seguirle el juego.

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